SAN LEOPOLDO MANDIC DE CASTELNOVO
(1866-1942)
Una vida al servicio de los enfermos
(1866-1942)
Una vida al servicio de los enfermos
San
Leopoldo ingresó muy joven en la Orden capuchina, deseoso de trabajar por la
unidad de las Iglesias, por lo que pidió permiso para marchar a misiones. Pero
los superiores, teniendo en cuenta su frágil salud, lo dedicaron a la ardua
tarea del confesionario, en la que perseveró toda su larga vida, acogiendo y
reconciliando a innumerables penitentes de toda clase. Significativamente, Juan
Pablo II lo canonizó durante la celebración del Sínodo de los obispos sobre «la
Reconciliación».
Desde el 8 de abril de 1263,
todo creyente que llega a Padua busca la basílica del «Santo» y en ella su
«arca», es decir, la tumba del franciscano Antonio de Padua. Desde el 25 de
abril de 1909 hasta el 30 de julio de 1942 acudían a Padua muchísimos fieles
con el afán de encontrar el convento de capuchinos (Plaza S. Croce) para ver la
celdita-confesonario y en ella al confesor llamado padre Leopoldo de
Castelnovo. Con un estilo completamente personal, muy suyo, escuchó las
historias humillantes del pecado.
Muere el padre Leopoldo el
penúltimo día de julio de 1942 y aquella celdita-confesonario es, después del
arca del Santo, la segunda etapa del que peregrina a Padua. Con estos dos hijos
de san Francisco la ciudad veneciana atrae a gente de todas partes del mundo.
Antonio y Leopoldo llegaron a
la santidad, viviendo el Evangelio según la regla de san Francisco y sirviendo
a los hombres para llevarlos a Dios.
Dos franciscanos que vivieron
en Padua, aunque eran originarios de países lejanos (Antonio de Portugal,
Leopoldo de Croacia). Ambos desarrollaron su ministerio y murieron en Padua: el
portugués en la primera mitad del siglo XIII, el croata en la primera mitad del
XX. Para Padua son ciudadanos suyos. Los dos tienen fama universal de santidad
y gran poder de intercesión.
Antonio, cuya lengua se
conserva intacta, fue predicador, maestro, «Doctor Evangélico», actuó al aire
libre, ante las multitudes. Leopoldo tiene la mano derecha incorrupta, a la
vista de todos. Fue el ministro del perdón en el sacramento de la
reconciliación, en el secreto de cada alma.
Dos vocaciones desviadas del
curso natural y humano. Ambos, sin embargo, han ocupado aquellos lugares y
aquellos ministerios que Dios tenía reservados para ellos. Antonio, por
ejemplo, deseaba predicar a los infieles en Marruecos y, a pesar suyo, fue
arrastrado por «el viento del Señor» a las playas de Italia. Leopoldo, llamado
por la «voz de Dios... para promover el retorno de los disidentes orientales a
la unidad católica», tuvo que encerrarse en un confesonario de la región de
Venecia, a disposición de los pecadores arrepentidos.
Dos apóstoles con diversidad
de dones y de carismas, que sirvieron de potentes bisagras para tener
fuertemente unidos a los hombres y Dios, tierra y cielo, pueblos e Iglesia. Lo
confirmó el papa Pablo VI, el 2 de mayo de 1976, después de haber proclamado
beato al padre Leopoldo. Les agradeció a los capuchinos «haber dado a la
Iglesia y al mundo un "tipo" de vuestra escuela austera, amistosa,
pía, de un cristianismo tan fiel a sí mismo, como idóneo para reanimar en el
corazón del pueblo la alegría de la oración y de la bondad». Exhortó a los
paduanos de este modo: «Sabed honrar junto a vuestro san Antonio a este hermano
similar de la genealogía franciscana».
Genealogía
croato-dálmata y franciscana
El padre Leopoldo se creyó y
fue considerado y era pura sangre dálmata. Nació el 12 de mayo de 1866 en
Herzeg Novi («Castelnovo» en italiano), pueblo situado en el entrante de las
Bocas de Cátaro, que se reflejan en el Adriático, en la diócesis de Cátaro en
Dalmacia. Fue bautizado el 13 de junio con el nombre de Bogdan (Adeodato) Juan.
Seguramente se le impuso el nombre de Adeodato, sin explicarlo más, debido al
hecho de haber nacido el último de doce hijos.
Pedro Mandic, el padre,
provenía de una ferviente familia católica y pertenecía a la antigua nobleza de
Bosnia. Hijo de un «patrón de nave», o sea, de un comerciante marítimo, con una
flotilla en el Adriático, equipada para la pesca y el comercio. Contrajo matrimonio
con Carlota Zarevi, cuya madre era Leonor, condesa de Bujovi. A causa de las
condiciones políticas adversas, los Mandic habían perdido riquezas, acabando en
la miseria. Solamente conservaban la nobleza de ánimo y la riqueza de la fe
católica.
La situación de su familia
ayudó a Bogdan en la niñez a comprender mejor la vida. Por eso, de sacerdote
podrá acercarse con respetuosa comprensión a quien haya perdido la propia
dignidad, tanto social como moral. Se lo confiará a una persona hundida en la ruina:
«También yo he probado esto y entiendo bien su dolor».
Mantuvo siempre en el corazón
el recuerdo de su madre Carlota. «Mi madre -dirá ya cargado de años- era de una
piedad extraordinaria. A ella le debo de modo particular cuanto soy».
El muchacho Bogdan es
considerado por una compañera de escuela de la misma edad, como «muy
inteligente... y de mucha aplicación al estudio... muy bueno y muy devoto. Esta
era su vida: la casa, la iglesia y la escuela. No participaba con otros en los
juegos y diversiones y andaba siempre recogido..., prefiriendo estar siempre
solo».
Hacia los 16 años, joven,
inteligente y reflexivo, Adeodato -que significa «dado por Dios»- se decide a
ser devuelto al Señor: ingresó en el seminario de los capuchinos de Venecia, en
Udine, el 16 de noviembre de 1882. Un compañero suyo de seminario,
posteriormente arzobispo, Mons. Cornelio Sebastián Cuccarollo, nos lo presenta
como «un modelo perfecto en la disciplina, en la aplicación al estudio, en la
compostura de sus actos en los paseos y en los recreos, y sobre todo en el
recogimiento de la capilla, donde rezaba como un santo. En la mortificación de
la lengua se había impuesto... un rigor extremadamente severo y delicado».
Estos son los detalles fisonómicos del seminarista Mandic que se mantendrán
firmes y precisos durante todo el resto de su vida entre los capuchinos de
Venecia.
Vistió el hábito capuchino a
los 17 años y tomó el nombre de fray Leopoldo. Fue en Bassano del Grappa
(Vicenza), el 2 de mayo de 1884, en donde también emitió los votos temporales
el 4 de mayo de 1885. Pronunció los votos perpetuos el 28 de octubre de 1888 en
Padua y recibió la ordenación sacerdotal en Venecia el 20 de septiembre de
1890, a la edad de 24 años.
Concluida la formación y los
estudios en Venecia, fue superior de la residencia de Zara durante tres años,
1897-1900; vivió en Bassano del Grappa, 1900-1905; fue vicario del convento de
Capodistria, 1905-1906; confesor en Thiene (Vicenza), 1906-1907, en el
santuario de la Virgen del Olmo, al que volverá en 1908 después de un año de
permanencia en Padua.
Desde el 25 de abril de 1909,
ejerce el ministerio de confesor en Padua hasta su muerte, a excepción de dos
paréntesis: el de internado por razones políticas (30 julio 1917 - mayo 1918),
en cuyo tiempo, al no tener la nacionalidad italiana, vivió como desterrado
voluntario en Italia sur -Tora (Caserta), Nola (Nápoles), Arienzo (Caserta)-
durante la primera guerra mundial; el otro paréntesis, a causa del traslado
provisional a Fiume d'Istria, del 16 de octubre al 11 de noviembre de 1923.
Confesor
muy solicitado a pesar de su duro carácter
Los paduanos mostraron sincero
afecto al padre Leopoldo, como lo expresan las líneas de un periódico y la
carta de un obispo. «La Libertad», diario de Padua, informaba el 31 de julio de
1917 sobre «la marcha de un capuchino benemérito» y preguntaba: «¿Quién no
conoce en Padua al padre Leopoldo, el buen hermano capuchino? Apenas si salía
del convento, no era orador, ni tenía pretensiones de ocupar un puesto para
figurar... Solamente atender con asiduidad al confesonario. Perfecto asceta,
buscaba la sombra. Y, sin embargo, todos corrían a él en busca de consejo o de
fortaleza. Todos los días y a todas horas había siempre en la iglesia de los
capuchinos alguien que preguntaba por el padre Leopoldo: ricos, gente del
pueblo, sacerdotes, profesores, profesionales, obreros. Venían incluso de fuera
de la ciudad, de lejos».
«Después de ocho años ha
tenido que abandonar Padua y ayer por la mañana ha salido para Roma... Cuando
se supo que tenía que marcharse, se presentó en el convento una procesión de
conocidos y admiradores para darle el saludo de despedida, para recibir su
bendición, para desearle que volviera pronto».
«Desde estas columnas también
nosotros nos asociamos a estos buenos auspicios, puesto que sabemos cuánto bien
ha hecho el humilde y docto capuchino en nuestra Padua y qué vacío deja en el
campo de la dirección de las almas». Es significativo que un diario local
señale la marcha de un hermano oculto en un confesionario: allí se había dado a
conocer durante ocho años y realizaba un gran bien.
Cuando el 16 de octubre de
1923 se tomó la decisión por parte de los superiores de trasladar al confesor
padre Leopoldo desde Padua a Fiume, siete días después el obispo de la ciudad,
el siervo de Dios Elías Dalla Costa, escribía al superior provincial: «El
destino a Fiume del buenísimo padre Leopoldo ha despertado en toda la ciudad de
Padua un sentido de gran amargura y de verdadero disgusto. Muy distinguidas
personalidades del clero y de los seglares piden a Vuestra Paternidad
Reverendísima que permanezca aquí». Imploraba el retorno del «confesor» «para
el bien de esta gran e insigne ciudad y diócesis» y aseguraba que todos lo
acogerían «con entusiasmo».
Los dos testimonios
mencionados adquieren mayor relieve cuando se conoce de cerca a aquel
«confesor» de Padua al que no le faltaba un... carácter nada suave. En las
venas del padre Leopoldo corría sangre, no agua. De carácter ardiente y de
temperamento llamaríamos «leonino», tenía a veces sus venas como plumas
erizadas. Lo confesó él mismo al siervo de Dios don Juan Calabria: «Dalmata sum» (soy dálmata). Tenía
costumbre de orar con la fórmula de su compatriota san Jerónimo: «Parce mihi, Domine, quia dalmata sum!»
(¡Perdóname, Señor, que soy de Dalmacia!).
A pesar de su duro carácter,
se controlaba bien y alcanzaba éxito, por coraje, poniendo marcha atrás,
haciéndose violencia a sí mismo, cantando victoria en el perdón. Muchos son los
testimonios que constan en el proceso. Recojamos algunos: «No obstante su
carácter sabía dominarse, sin mostrar exteriormente lo que ocurría en su
interior». «De carácter fuerte, pero siempre con el control de sí mismo: a
veces su rostro religioso se inflamaba por completo, pero sin salir de su boca
palabra alguna que desentonara». «Sabía perdonar generosamente las pequeñas
ofensas que recibía en el convento, no mostrando resentimiento alguno. Y esta
era una gran virtud, dado su carácter más bien fuerte». «Ha sido objeto de
incomprensiones y de críticas, ya porque al atender a las confesiones alguna
vez no acudía a los actos de comunidad, ya porque parece que usaba demasiada
amplitud con los penitentes. Él, sin embargo, lo toleraba todo pacientemente y,
si se presentaba el caso, incluso usaba mayor caridad con aquellos que le
habían dado motivo de disgusto».
Se le había clavado una espina
dorsal de acero en tiempo de la última guerra. Los oriundos de Istria y de
Dalmacia -desde 1797 pertenecían al imperio austro-húngaro- eran considerados
ciudadanos austríacos. El gobierno italiano, por motivos de seguridad, les puso
el dilema: o aceptar la ciudadanía italiana o ser internados más allá de
Florencia. Ciudadano de Croacia (actualmente nación independiente y una de las
antiguas seis repúblicas menores que componían la república federal yugoslava
desde 1946), no renunció Mandic a su tierra natal, a la patria de sus
antepasados y hacia el final de julio de 1917, partió de la ciudad del Santo
hacia Roma, voluntario internado de guerra.
Pretendían inducirle a la
aceptación formal de la ciudadanía italiana, al menos para evitar los
inconvenientes del internado, teniendo en cuenta su delicada constitución y su
precaria salud. Pero él, «siempre enfermizo y con dolores de estómago», repetía
su NO, claro e intrépido: «¡No, jamás! La sangre no es agua; no se puede
traicionar a la sangre». Incluso declaró a los superiores «estar ligado a su
patria y dispuesto, por tanto, a sufrir el castigo del internado». Y lo sufrió.
Muchos eran los comentarios de
los hombres: desaprobación, incomprensión, condena. El internado voluntario le
hizo pasar también por estos sufrimientos. Los motivos de su elección estaban,
sí, en la sangre, en el puro amor a su pueblo y a su patria croata, pero
estaban más en una profundidad todavía mayor: en un ideal apostólico-ecuménico,
que desde su juventud fermentaba en su alma.
«Yo
tengo siempre el Oriente ante mis ojos»
El padre Leopoldo había optado
por aquella enojosa elección, porque cuando terminase la guerra, quería volver
a los suyos, croata entre los croatas, con la cabeza alta, con todos los
papeles en regla, para guiar «a los suyos» en el retorno a la Iglesia una y
católica. El Oriente mismo había sido la causa de tal decisión. Año y medio
antes de morir, el 14 de febrero de 1941, escribió desde Padua: «Yo tengo siempre
el Oriente ante mis ojos».
El Oriente fue su ansia
apostólica y su misión sacrificada. Le habían movido a hacerse capuchino y
sacerdote en Venecia la presencia y la actividad de los capuchinos vénetos en
Castelnovo: allí habían llegado en 1688, como capellanes militares en las naves
de la "Serenísima" y con la predicación habían mantenido viva la fe
en los católicos del pueblo y del territorio interior y allí habían permanecido
en una pequeña residencia, incluso después de la caída de la república véneta,
para asistir espiritualmente a los italianos. Ya sacerdote, Mandic pensó
siempre que volvería a estar con sus paisanos a fin de mantenerlos en la fe
católica.
Bogdan Mandic era un muchacho
reflexivo. Tenía que hacerle pensar el vivir su fe católica en medio de gente
de otras religiones, como la musulmana. Los croatas en 1529 habían merecido del
papa León X el calificativo de «scutum
saldissimum et antemurale christianitatis» (escudo firmísimo y
fortaleza de la cristiandad) por su larga lucha contra los secuaces del Corán.
El joven Mandic, además, había constatado en su pueblo natal la presencia de
iglesias y ritos diversos, como los de los cristianos ortodoxos. Viviendo en el
límite entre Oriente y Occidente, en contacto con diversidad de religiones y de
ritos, entre enojosas diferencias y controversias, se le había presentado el
problema de la desunión y del ecumenismo.
En la segunda mitad del siglo
XIX el obispo José Juraj Strossmayer tenía compromisos de iniciativas
ecuménicas, encaminadas todas ellas a realizar una «unión en la diversidad». Se
lograría con el amor y el respeto recíproco de los ritos, de la lengua, de los
derechos tradicionales. En 1882, el mismo obispo había consagrado la catedral
de Djakovo i Srijem, ya Bosnia, con finalidades explícitas: «para la gloria
divina, para el ecumenismo de la Iglesia y para la paz y el amor de mi pueblo».
En este contexto socio-cultural-eclesial se esbozaba y se estaba madurando la
pasión de Mandic por el ecumenismo, por la unidad.
Consagrado sacerdote, más allá
de su pueblo de Croacia, católico en su mayoría, el padre Leopoldo veía la masa
de los pueblos orientales, separados de la unidad de la Iglesia: los no
católicos monofisitas, nestorianos, ortodoxos. Esta masa de gentes -búlgara,
griega, serbia, rusa- la sentía como algo suyo, «pueblo», «gente», «hermanos»,
«disidentes», «Oriente». Ya la había sentido a sus 21 años, siendo clérigo
capuchino en Padua, en 1887. Lo recordó al llegar el cincuentenario, el 18 de
junio de 1937, escribiendo en una hojita: «Para solemne memoria del hecho.
1887-1937, 18 de junio. Hoy... Ofrecí el santo sacrificio por los disidentes
orientales, esto es, por el retorno a la unidad católica... Este año es el
quincuagésimo aniversario desde que oí por
vez primera la voz de Dios, que me llamaba a orar, a promover el
retorno de los disidentes orientales a la unidad católica».
En hojas sueltas o en
estampitas -en total 66- el padre Leopoldo fijó en lengua latina (la lengua de
la Iglesia universal) la formulación o la renovación de sus votos y propósitos,
que constituían su vocación y acción misionera en favor de los orientales.
El primer «pro memoria» en donde renueva «un
voto» con juramento está fechado el 17 de diciembre de 1905; la última hojita
es del 27 de junio de 1941. También en su «Librillo 1931-1938» y en una «Agenda
1939», con numerosas fechas, que van desde el 18 de diciembre de 1931 al 7 de
julio de 1942, 23 días antes de su muerte, reafirmó su carismática vocación al
ecumenismo y anotó la renovación de su voto en favor de los orientales. Un
insistente estribillo -como martillo que reclama y fija una idea- reafirmaba
periódicamente el compromiso de toda una vida: «por la redención de mi pueblo»,
«por mis hermanos», «por la salvación de mi gente».
El 16 de diciembre de 1906 escribió
en una estampita: «Renuevo el voto hecho muchas veces con juramento en manos de
mis confesores. Esto es: hago voto y lo confirmo con juramento de gastarme
totalmente por la redención de mi pueblo». En otra estampita, del 20 de
septiembre de 1911: «Según los designios providenciales de Dios, ante el Señor,
ante la Virgen su madre y ante todos los santos he contraído la obligación de
procurar a mi modo (pro modulo meo)
el retorno de los disidentes orientales a la unidad católica... Reconozco...
mantenerlo con voto como antes». En otra estampita, ésta del 18 de enero de
1913: «Renuevo el voto de trabajar con empeño por la unión de la Iglesia latina
con la griega. Hoy renuevo los votos sobre el apostolado por el Oriente». En
una hojita: «Hoy día 12 de mayo de 1915 prometo al Príncipe de los pastores
poner todos mis esfuerzos en favor suyo y ayudarle para que se logre un solo
redil y un solo Pastor».
En el «Librillo 1931-1938»,
con fecha 31 de marzo de 1936, corroboró: «Según mi vocación, muy bien conocida
por mí, renuevo mi voto al divino Corazón de Jesús y a la beatísima Virgen
María, corredentora del género humano, por el retorno de los disidentes
orientales a la unidad católica. Tal voto será toda la razón de mi vida».
El compromiso de toda una vida
Un «sufrido del Oriente»: así
lo juzgaban y juzgan al padre Leopoldo cuantos leen sus repetidos compromisos
por el ecumenismo. «El padre Leopoldo fue "ecuménico" ante litteram, esto es, soñó,
presagió, promovió, incluso sin actuar clamorosamente, la recomposición de la
perfecta unidad de la Iglesia». Este fue el juicio del papa Pablo VI al
proclamarlo beato.
Desde los 21 años hasta la
muerte, el padre Leopoldo mantuvo vivo este ideal y programa de la unidad.
Imposibilitado para volver entre los suyos en el Oriente, se comprometió en
todo y por todo a implorar la unidad, a realizar el ut unum sint (que sean uno).
Director de los estudiantes de
filosofía en Padua, desde 1910 hasta 1914, aseguraba en una paginita con fecha
21 de agosto de 1914: «El objetivo de mi vida debe ser el retorno de los
disidentes orientales a la unidad católica; esto es... tengo que encauzar todas
mis energías, en cuanto me lo permita mi pequeñez, a llevar lo que sea a obra
tan grande, con el mérito del sacrificio de mi vida. Por esto, mientras por
obediencia de mis superiores siga ejerciendo el cargo de director de nuestros
jóvenes, procuraré por todos los medios que las circunstancias pongan a mi
alcance preparar a los apóstoles que a su debido tiempo se encargarán de obra
tan importante».
El 27 de junio de 1941 volvía
a escribir: «Toda la razón de mi vida tiene que ser este diseño divino, o sea,
que también yo, a mi modo (pro modulo meo)
aporte algo, a fin de que un día... los disidentes orientales regresen a la
unidad católica».
El repetido «pro modulo meo» incluía todo medio
del que pudiera disponer, respetando las tareas que la obediencia le confiara.
El primer medio para promover la unidad, el más costoso, fue el ofrecerse como
víctima. El 27 de agosto de 1912, escribió en una estampita: «...He aquí que me
ofrezco como víctima por los hermanos». En otra estampa, 6 de febrero de 1913:
«Me obligo con voto, corroborado con juramento, a cumplir lo que falta a la
Pasión en relación con los disidentes orientales».
No pudo viajar por el mundo
para hablar a los hombres; pero, eso sí, proclamó con insistencia su plegaria,
propiciatoria e implorativa. Confió entre lágrimas a su enfermero: «¡Es preciso
marchar a misiones orando!». Señala el padre Leopoldo las horas para la oración
ecuménica y la renovación de su voto. Normalmente son las horas de la noche,
puesto que durante todo el día no le dejaban los penitentes que solicitaban
recibir el sacramento de la reconciliación.
Promovió el ecumenismo,
celebrando y viviendo la misa de cada día como compromiso ecuménico. He aquí un
documento de su voto sacerdotal, del 19 de octubre de 1935: «Me obligo con
voto: cuantas veces celebre la misa, si no me lo impide la justicia o la
caridad, todo el fruto del santo sacrificio será por el retorno de los disidentes
orientales a la unidad católica. Cuando la justicia o la piedad obliga de forma
distinta, entonces, manteniendo esa misma justicia y caridad, todo el fruto
excedente será para el mismo fin. Además, todas las otras cosas que en mi vida
ocupan mi atención estarán en unión con el mismo santo sacrificio por el
retorno indicado».
Volvió a confirmar este voto,
escribiendo a su director espiritual, el 14 de febrero de 1941: «Yo tengo
siempre el Oriente ante mis ojos y siento que el Señor me invita a celebrar siempre
los santos misterios, Intacta iustitia et pietate
pro circunstantiis, (firmes la justicia y la piedad según las
circunstancias) a fin de que a su tiempo llegue la gran promesa: unum Ovile et unus Pastor (un solo
Redil y un solo Pastor). El Señor nos mueve a nosotros sus ministros a aplicar
sus méritos en favor de los disidentes orientales: quiero decir, Él ruega por
ellos en cuanto que a este fin nosotros celebramos los santos misterios con esa
misma finalidad. Está bien claro que El mismo ruega por medio de nosotros».
Constatando que la unidad de
los cristianos había sido rota también por falta de amor, el capuchino croata
estaba convencido de que se podía volver a la unidad rehaciendo el camino,
intensificando el amor. Si la caridad prepara la unidad, el padre Leopoldo la
preparó amando, haciendo de buen pastor en el confesonario. Solía repetir:
«Hemos de vencer siempre con la caridad». En una estampa que representaba a
Cristo en ademán de bendecir, escribió el 23 de abril de 1910: «Quiero llegar a
ser un vaso elegido a fin de que se consiga un solo Redil y un solo Pastor».
Un profesor de la universidad
de Padua dio el siguiente testimonio: «Me parece que toda su vida ha sido un
himno de exaltación de la virtud de la caridad hacia el prójimo. Con gusto
acogía siempre a cuantos recurrían a él, y veía con entusiasmo que le llevara
cualquier pecador especial, necesitado de benevolencia, diciéndome: tráigamelo,
tráigamelo». Un canónigo de Padua confirmó: «Por el prójimo sacrificó toda su
vida a fin de salvar a las almas. El padre Leopoldo pudo ser llamado el mártir
del confesonario: siempre a disposición, a la hora que fuera, incluso durante
15 horas seguidas». Con el convencimiento de que «la caridad prepara la
unidad».
En
el confesonario «mi Oriente»
La «voz de Dios», que invitaba
a trabajar por el retorno de los orientales disidentes a la Iglesia una, había
sido explícita para fray Leopoldo a sus 21 años. También fue explícita la voz
de los superiores que le confiaron el ministerio de oír confesiones. El padre
Leopoldo no podía dedicarse a la predicación: era de palabra a veces lenta, a
veces precipitada, cansada, como balbuciente. No gozaba de salud para dedicarse
a la evangelización: se presentaba con un cuerpo pequeño (de 1,35 m.),
encorvado, pálido, muy endeble, atormentado por no pocos achaques, como dolor
en los ojos, molestias de estómago, artritis deformante. Justamente acabará con
su vida un terrible cáncer de esófago.
Dios lo llamaba para estar entre
los pueblos orientales. Pero la obediencia lo encerró en un confesonario. El
mismo Dios, que claramente le había abierto el camino, parecía que se lo
cerraba. Dios cierra para abrir, porque en su providencia sabe tejer sus
bordados incluso en el revés del diseño.
Así lo entendió el padre
Leopoldo, destinado al estrecho cerco de una celdilla-confesonario. El 12 de
septiembre de 1935 escribió: «Toda alma que vaya en busca de mi ministerio será
entonces "mi Oriente"». Precisó al año siguiente, el 16 de agosto de
1936: «Yo fray Leopoldo hoy, antes de la hora de sexta, he comprendido la
economía de la divina gracia: que yo he sido llamado para la salvación de mi
gente, del pueblo eslavo, y al mismo tiempo para la salvación de las almas,
especialmente en la administración del sacramento de la penitencia. En resumen,
con este plan tan claro, pondré todos mis esfuerzos en buscar por doquier,
ayudado siempre por la gracia de Dios, el cumplir esta mi doble misión: ante
todo la salvación de mi pueblo y también el cuidado espiritual de los fieles,
por medio del sacramento de la penitencia».
Su heroicidad en la doble
vocación, ecuménica y ministerial, fue ratificada en el decreto sobre la
heroicidad de las virtudes, del 1 de marzo de 1974: «Entendió que el plan divino
no era que él en persona marchase a Oriente para ejercer allí el apostolado de
la unidad, sino que se encerrase en una celdilla-confesonario. Desde entonces,
veía su Oriente en cada alma que se le acercaba en busca de ayuda espiritual.
Por esto, se entregó con intrepidez y con maravillosa constancia a ese
escondido ministerio, con intención misionera y espíritu apostólico».
«Durante 30 años acudieron a
él para confesarse innumerables almas; y se mostró siempre a punto, sereno,
afabilísimo, dispuesto a cualquier sacrificio por el bien y el servicio de los
fieles cristianos».
Bisagra
entre los pecadores y Dios
Esta fue la delicada tarea,
enorme y maravillosa, del padre Leopoldo en Padua durante los 34 años de
confesor: estar al servicio de los más necesitados, de los más pobres, como son
los pecadores. Oír confesiones: «Esta es, en efecto, su misión, anotaba su
superior provincial en los Anales de los Capuchinos de
Venecia, en 1923. Su constitución física muy débil no le permite
dedicarse a otros ministerios. En la confesión, no obstante, ejerce una
fascinación extraordinaria por su gran cultura, por su aguda intuición y
especialmente, por la santidad de su vida. A él afluyen no solamente gente del
pueblo, sino particularmente intelectuales y aristócratas, así como profesores
y estudiantes universitarios y el clero secular y regular».
Si en el centro de Padua
estaba siempre abierto el café "Pedrocchi", en la periferia estaba
también siempre abierta la celdilla-confesonario del padre Leopoldo para
acoger, para escuchar casos dolorosos, para asegurar el perdón de Dios. Una
actividad escondida, sin propaganda, apenas percibida, alejada de entrevistas o
de flash,
desarrollada durante más de 30 años, sin interrupción, con esa labor de día a
día que siempre desgasta, con una asiduidad de diez a doce horas diarias.
Cuando los males del cuerpo le
impedían este servicio de la estola morada, el enfermo pedía a personas de su
confianza: «Encomiéndeme al Padrone (Señor
amo) a fin de que se digne devolverme la salud para el bien de las almas». Y en
marzo de 1942, cuatro meses antes de morir: «Usted ruegue por mí, para que la
Virgen santísima se digne librarme de estas incomodidades, para que así pueda
nuevamente atender a las almas». Un sacerdote con un único interés: las almas.
Apóstol a pesar de mantenerse sentado.
Todos eran sus penitentes
preferidos. Si acaso había alguna singularidad, ésta era para los sacerdotes,
que los consideraba «elegidos para la salvación de los pueblos» (carta a un
sacerdote, en octubre de 1937). Los sacerdotes correspondieron a tal
predilección, como se evidenció en sus Bodas de oro sacerdotales, el 12 de
septiembre de 1940. Se congregaron más de 500 sacerdotes. La estima de éstos
por su confesor también se manifestó llevando el ataúd en su funeral.
El profesor Ezio Franceschini,
de la universidad católica de Milán, sintetizó el servicio del padre Leopoldo
en Padua al presentarlo «encerrado en una celdilla de escasos metros cuadrados,
sin preocuparse de sus achaques, ni del frío, del calor, del cansancio, del
interminable desfilar de las personas que acudían a sus pies con el peso de sus
culpas, de sus penas, de sus necesidades... Confesando durante diez, doce horas
al día, con paciencia, con bondad, con atención siempre viva, encontrando las
palabras apropiadas para cada uno. Todo esto sin interrupción ni reposo, ni
siquiera en los días anteriores a su muerte. Tener cada día nueva sed de almas;
hacer llegar a las conciencias la luz de Dios; transformar la propia vida en
una donación de sí y en una donación de Dios. Y todo con sencillez, con
serenidad. Esta es la vida del padre Leopoldo».
Donación prolongada hasta el
final de su vida. Pocos días antes de morir, va medio arrastrándose, sin
fuerzas, por el corredor del convento para subir a oír confesiones. Tuvo que
advertirle el superior que volviera a su celda y descansara. Pero el confesor,
ya extenuado por los años y más todavía por sus enfermedades, suplicó de
rodillas y con los brazos en cruz: «Padre, tenga piedad de mí... ¡hay tanto
bien que hacer!».
El
estilo del «padre del hijo pródigo»
El confesor padre Leopoldo,
que aparecía como acurrucado bajo el sayal capuchino, con las manos deformadas
por la artritis, había logrado, no obstante, convertir aquella
celdilla-confesonario en un... saloncito de la amabilidad. Allí se encontraban
para cada penitente la misericordia de Dios y la bondad de un sacerdote.
Salía al encuentro del
penitente; le escuchaba y comprendía sus debilidades, sin hacerle gravosas ni
culpas ni remordimientos; con frecuencia, al perdonarle, le quedaba agradecido.
«Confesor de manga ancha», lo
tildó más de uno, acusándolo hasta de laxismo. «Confesor de la misericordia de
Dios», se juzgaba él. Y para darle la razón estaban las más exquisitas
parábolas evangélicas de la misericordia.
Alguna vez se justificó:
«Dicen que soy demasiado bueno; pero si alguien viene para arrodillarse delante
de mí, ¿no es esta una prueba suficiente de que implora el perdón de Dios?».
Repetía: «La misericordia de Dios es superior a toda expectativa».
Para superar obstáculos en
algunas confesiones difíciles, daba ánimo: «Dos pecadores nos encontramos aquí.
¡Dios tenga piedad de nosotros!». Con decisión eliminaba dudas o escrúpulos o
ansias, asegurando: «La responsabilidad recae sobre mí, señor». Era firmísimo
en la doctrina. Estaba en el confesonario como en una garita, centinela para la
defensa de la moral y de los derechos de Dios. Confió a un amigo: «Cuando
confieso y doy consejos, siento todo el peso de mi ministerio y no puedo
traicionar mi conciencia. Primeramente y ante todo, la verdad».
Al mismo tiempo era amplísimo
al perdonar, al absolver. Para justificarse mostraba a los penitentes el
crucifijo: « Es Él quien perdona, es Él quien absuelve». «Si Él me reprochara
algo, le contestaría que ha sido El mismo quien me ha dado ejemplo y que yo no
he muerto todavía por la salvación de las almas, como El realmente sí lo ha
hecho». «Si el Crucificado me echara en cara que tengo manga ancha,
respondería: este doloroso ejemplo, Padrone
benedeto (Dueño bendito), me lo habéis dado Vos; ¡yo no he llegado
aún a la locura de morir por las almas!».
Sus penitentes le exaltaron a
coro con testimonios como éstos: «una acogida singular», «la paciencia
increíble», «la delicadeza imperturbable», «jamás un arrebato, jamás una impaciencia»,
«un gran sentido de comprensión», «cortesía también para los más pobres y
humildes», «un gran corazón», «siempre a disposición», «cantidad de humanidad
al escuchar».
Singular era la confianza y la
tranquilidad que sabía dar a los penitentes. Repetía: «¡Tenga fe! ¡Tenga fe!
¡Fe!». A quienes se lamentaban de sus culpas, les decía: «Esté tranquilo,
póngalo todo sobre mis espaldas, asumo yo la responsabilidad». En una palabra,
bajo la apariencia de severidad dálmata y de austeridad capuchina, en el padre
Leopoldo latía un corazón que era todo comprensión y delicadeza.
En
defensa de la vida y de la justicia
Confesor de ideas claras sobre
la familia -que la quería, como está determinado por Dios, fundada en el amor,
serena en la fidelidad y unidad, abierta a la vida-, se convertía en hombre
riguroso ante los pecados contra el amor, ante los «NO» del nacimiento, ante
los atentados contra la vida que nace. En contraposición, tenía preferencias de
auténtica ternura para las madres y los niños. En favor de los niños huérfanos
inspiró a una maestra de Rovigo que instituyese «Pequeñas Casas» para ellos, en
donde pudiesen encontrar un corazón y cuidados de una «madre».
Ante una esposa, aconsejada
por los médicos para que interrumpiese el embarazo para sobrevivir: «¡No, no!
-reaccionó el padre Leopoldo-, ¡el Padrone
Iddio (Dios Nuestro Señor) no quiere estas cosas! ¡Tenga fe! Todo
se resolverá bien. ¡Tenga fe!».
Insistía al hablar con los
médicos: «El derecho a nacer y a la vida es sagrado e inviolable y por eso no
sólo hay culpa, sino maldición y condena inexorable para los que a él se
oponen; ninguna finalidad médica, eugenética, social, moral, económica puede
servir de justificación para tal supresión».
Igualmente inflexible se
mantenía ante los maridos violentos con sus esposas o infieles o quizá muy
bestias. Lo manifestaba él mismo: «Cuando se me presentan maridos de esta
índole, los pongo entre la espada y la pared, delante de su responsabilidad».
Añadía para los que traicionan la fidelidad conyugal que «la mayor de las
traiciones del mundo es traicionar el afecto».
El menudo Mandic parecía
convertirse en un... gigante, cuando se encontraba de tú a tú con opresores. El
hermano-dulzura se transformaba en explosión, y, aunque balbuciente, vigorizaba
su palabra y su tono para reivindicar los derechos de los pobres, de los
obreros, de la mujer débil, de cualquier persona oprimida por el prepotente o
por el injusto. Al encontrarse frente a la violencia o la opresión, el
capuchino sentía su doble condición de sacerdote y además dálmata.
Pagando
en persona
El confesor de la plaza S.
Croce se comprometía a cumplir él la penitencia ofreciendo y sufriendo. Solía
repetir: «¡Pongo poca penitencia a los que se confiesan porque lo demás lo hago
yo!». Hallado de noche orando, daba esta explicación: «¡Tengo que hacer
penitencia por mis penitentes!».
Su mayor penitencia era pasar
todo el día en aquella celdilla, muy fría en invierno y un horno en verano. Permanecía,
no obstante, allí desafiando al frío y al calor: «Si no hago penitencia por mis
penitentes...».
La más dura penitencia
-presente y pesante durante toda su vida en Padua- fue el sentirse como un
«enjaulado» en aquella celdilla-confesonario -2,65 m. de longitud, 1,70 de
anchura y 2,50 de altura-, mientras todo su ser estaba mirando al Oriente, a
sus pueblos para alcanzar la unidad católica. Hizo esta confidencia: «Por
ahora, no hay forma de escapar de Padua; me quieren aquí, aunque estoy como un
pájaro en la jaula. Mi corazón está siempre más allá del mar».
Las
pocas horas fuera de la «jaula»
Eran las horas que el padre
Leopoldo pasaba en coloquio con la Virgen, a la que llamaba en dialecto véneto
la «Paroma benedeta»
(Madre bendita). Cada día celebraba la misa en el altar lateral de la
Inmaculada; recitaba el oficio parvo y rezaba muchos rosarios. De cuando en
cuando peregrinaba a la Virgen de la Salud, venerada en la próxima iglesia
parroquial de S. Croce de Padua o a la Bienaventurada Virgen Constantinopolitana,
en la basílica paduana de Sta. Justina, o a la Inmaculada de la capillita del
huerto capuchino y le llevaba unas flores.
En julio de 1934 fue a
Lourdes, «contentísimo» y testigo de «cosas maravillosas». Alguna vez pudo
volver a la Virgen del Scarpello, en el santuario de su infancia, en medio de
las Bocas de Cátaro. Oraba intensamente a la Virgen, hablaba de Ella con
fervor, considerándose el «niño» de la Virgen, llegando a escribirle con
frecuencia algunas cartitas.
Alguna vez salía del confesonario
y se acercaba en la misma iglesia a alguna esposa en estado de buena esperanza
para escucharla, animarla, bendecirla y prometerle su oración por el éxito del
nacimiento. A los niños también les brindaba sonrisas, caricias y bendiciones.
Las salidas de su
celdilla-confesonario eran para visitar a los enfermos en Padua o en otros
pueblos cercanos, en clínicas o en casas privadas. Para todos ellos se hacía
hermano que anima y sacerdote que absuelve. A menudo se dirigía a la enfermería
del convento para confortar a los hermanos enfermos o ancianos. A cada uno le
repetía el mismo estribillo: «¡Tenga fe! ¡Tenga fe!».
Como médico de las almas que
era, el padre Leopoldo amaba particularmente a los médicos y les estimulaba a
que ejercieran el más afectuoso servicio de los enfermos para curar sus cuerpos
y aliviarles los dolores. Repetía a los médicos y a los enfermos: «Dios es
médico y medicina».
Sólo tenía retazos de tiempo
entre las confesiones y entonces escribía a los amigos, a penitentes, a hijos
espirituales. Se conservan 220 cartas, breves la mayor parte, y en ellas se
trasparenta como amigo de la relación pastoral, maestro de espíritu, mantenedor
de la acción de los católicos (se pueden leer dos cartas al siervo de Dios
Guido Negri [1888-1916]), hombre del agradecimiento sincero, inmediato,
humilde, constante. Un verdadero sacerdote porque era un verdadero hombre.
Contribuyó a sacarlo
definitivamente de la «jaula»-confesonario una corta enfermedad, la última. Fue
un tumor en el esófago.
El
fin de «este pobre de mí»
El compromiso de su vida queda
resumido en las palabras que el padre Leopoldo repetía a su amigo Ángel
Marzotto: «Escondámoslo todo, incluso aquello que puede tener apariencia de don
de Dios en nosotros a fin de que no se haga mercado de ello. ¡A Dios solamente
el honor y la gloria! Si fuera posible, deberíamos pasar por la tierra como una
sombra que no deja vestigio de sí». Humildemente pensando en su yo, el padre
Leopoldo lo definía «este pobre de mí».
Estaba decidido a comprometer,
en su trabajo ministerial, aquel muy suyo «pobre de mí». Tenía grandes deseos
de vivir: para hacer algo, para salvar, para amar, para merecer. Quería vivir
para continuar siendo en el confesonario la antena de la misericordia de Dios,
el transmisor de su perdón. Decía: «Cuanto más trabajemos en nuestra vida
terrestre tanto más méritos ganaremos para el cielo y tanto más contribuiremos
a salvar las almas. Nadie nos quita un lugar en el cielo». Reafirmaba: «Tengo
que estar siempre dispuesto a trabajar. Hemos nacido para la fatiga y tendremos
el descanso en el paraíso».
Sin embargo, en las
enfermedades de los últimos tiempos de su vida, se le oía decir: «Si el Señor
me quiere, ¡que me lleve!». Hacía esta súplica: «¡Que el Señor me lleve estando
en la brecha!», porque tenía tal convicción y la expresaba con estas palabras:
« Un sacerdote debe morir de fatigas apostólicas; no existe otra muerte digna
de un sacerdote». Confió ésta su convicción a los clérigos capuchinos de Udine,
al agradecerles la felicitación en sus Bodas de oro sacerdotales: «Hemos nacido
para la fatiga. Suma alegría poder estar ocupado. Pedid al Padrone Iddio (Dios Nuestro Señor)
morir de fatigas apostólicas». El Padrone
Iddio escuchó esta su esperanza sacerdotal.
El padre Leopoldo confesó y
celebró la misa hasta el 29 de julio de 1942. Al día siguiente, muy de mañana,
se puso el alba para celebrar la misa y en la sacristía se desplomó, vestido de
blanco. Llevado a la celda, recibió la unción de los enfermos y orando junto
con sus hermanos terminó la Salve Regina:
«¡Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen María!». Así terminó su vida.
Eran las 6,30 del 30 de julio de 1942.
Setenta y seis años de edad,
sesenta de testimonio capuchino, cincuenta y dos de sacerdocio.
Breve
recorrido hacia los altares
En los funerales participó una
inmensa multitud. Se hicieron en la espaciosa iglesia de los Siervos, en la
ciudad. El 1 de agosto fue sepultado en el cementerio mayor de Padua. Los
sacerdotes quisieron que su confesor no fuera depositado en tierra, sino en su capilla.
Desde el 19 de septiembre de 1963 su cuerpo reposa junto a la
celdilla-confesonario, meta ininterrumpida de peregrinaciones de todas las
partes del mundo. Aumentaron cada vez más las voces insistentes que proclamaban
a aquel capuchino de las misericordiosas absoluciones «santo» y «taumaturgo».
Dos apelativos aplicados también a san Antonio de Padua desde su muerte.
La creciente fama de santidad
y las gracias concedidas, hicieron que inmediatamente se abriera el camino
hacia la glorificación del padre Leopoldo. Debido, desde luego, también al
infatigable trabajo del padre Pedro Bernardi de Valdiporro, biógrafo y después
vicepostulador.
El 16 de enero de 1946 se
inicia el proceso diocesano para la beatificación. El papa Juan XXIII introduce
la causa, el 25 de mayo de 1962. En los años 1963-1966 se desarrolla el proceso
apostólico, al cual sigue la proclamación de la heroicidad de las virtudes el 1
de marzo de 1974. Se aprueban dos milagros -curación de Elsa Raimondi de
peritonitis tuberculosa fibrinosa y curación de Pablo Castelli de trombosis
masiva de los vasos mesentéricos- atribuidos al siervo de Dios Leopoldo Mandic
el 12 de febrero de 1976.
El papa Pablo VI lo declara
beato el 2 de mayo de 1976 en la plaza de San Pedro. El mismo papa quedó
sorprendido por la rapidez del recorrido. Sólo 34 años de duración. Es verdad
que fue acelerado por «la vox populi en
favor de las virtudes del padre Leopoldo... que se ha hecho más insistente, más
documentada, más segura... Al coro espontáneo... ha tenido que rendirse el
juicio de la Iglesia». En 1977 se emprendió la causa para la canonización.
El cadáver de san Leopoldo se
conserva en Padua. En el reconocimiento canónico del 24 de febrero de 1966 fue
hallado incorrupto. Quedan también sus pocos escritos: 17 artículos publicados
en la revista para los terciarios franciscanos del Véneto Bolletino Francescano (1907-1916),
220 cartas, 66 hojitas con el compromiso renovado en favor del ecumenismo.
Queda sobre todo su celdita-confesonario. Se libró de las bombas que en el
ataque aéreo del 14 de mayo de 1944 habían destruido la iglesia y parte del
convento de los capuchinos. San Leopoldo lo había vaticinado: «La iglesia y el
convento serán atacados por las bombas, pero no ésta celdita. Aquí Dios ha
derrochado misericordia con las almas. Debe permanecer como un monumento de su
bondad».
Para dar testimonio de esta
«bondad» de Dios se halla expuesta en un relicario, junto a la tumba, la mano
derecha del santo.
San Leopoldo Mandic -el hombre
del «sí» a los superiores y a la Iglesia- vivió entre dos ruegos diarios e
insistentes: Ut unum sint para
la unidad de los cristianos; ego te absolvo
para el perdón de los pecadores.
El siervo de Dios Luis
Stepina, cardenal arzobispo de Zagreb, en una carta fechada en Krasi el 26 de
septiembre de 1959 lo definió de este modo: «Guía segura para la paz del
corazón; él..., como pocos otros hombres de nuestro tiempo ha sabido, sobre
todo a través del confesonario, llevar a Dios las almas tristes y abatidas por
el sufrimiento».
El papa Pablo VI en el
discurso de beatificación, el 2 de mayo de 1976 lo definió así: «En la
semblanza de un humilde hermanito, una figura exultante y al mismo tiempo
desconcertante... Es un pobre, pequeño capuchino: parece sufriente y vacilante,
pero tan extrañamente seguro, que nos sentimos atraídos por él encantados... Es
una débil, popular, aunque auténtica imagen de Jesús... Una figura muy singular
del ministro de la gracia sacramental de la penitencia».
Esto es: un sacerdote,
pionero, profeta, artífice y apóstol del ecumenismo, que se hizo bisagra de la
unidad entre los pueblos orientales y la Iglesia una católica; un confesor,
corazón de Dios debajo de una estola de color morado, un gran «depurador» de
las almas, que se hizo bisagra del perdón entre los hombres pecadores y el Dios
tres veces santo, pero infinitamente rico en misericordia.
Hemos de resaltar, por fin,
que este breve recorrido hacia el honor de los altares culminó años atrás con
la canonización de San Leopoldo Mandic de Castelnovo por Juan Pablo II, el 16
de octubre de 1983.
Fernando de Riese Pío X, O.F.M.Cap., San Leopoldo Mandic. Bisagra
entre los hombres y Dios, en AA.VV., «...
el Señor me dio hermanos...». Biografías de santos, beatos y venerables
capuchinos. Tomo II. Sevilla, Conferencia Ibérica de Capuchinos,
1997, págs. 297-319.- La principal fuente de información de esta biografía son
las actas del proceso de canonización.
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