A continuación publicaremos una serie de artículos que
girarán en torno a la vocación a la vida consagrada o religiosa. Iniciamos este
recorrido partiendo de lo que la Iglesia, nuestra Madre nos presenta en cuanto
a la realidad de la Vida Religiosa y de aquellos que la abrazan en actitud de
fe y de entrega generosa. A todo el conjunto lo hemos intitulado: “EL
CARISMA FRANCISCANO”, pero iniciamos a partir de los Documentos nacidos
del Concilio Vaticano II.
La finalidad es que Tú joven inicies un conocimiento más
profundo y objetivo de lo que es la Vida Religiosa.
El Carisma Franciscano
a)
La realidad de los Carismas en la vida de la
Iglesia.
Entre los aspectos teológicos más vigorosamente afirmados en
los Documentos del Concilio Vaticano II se halla la realidad carismática en el
Pueblo de Dios. El término carisma, empleado expresamente en los textos
conciliares, es una expresión acuñada por san Pablo para designar todo el
conjunto de las riquezas encerradas en la gracia de elección, don gratuito de
Dios a los llamados en Cristo. Tiene siempre un sentido de beneficio
comunitario, puesto al servicio del entero organismo espiritual (Rom 5,17; 6,
11; 11,29). Cada miembro del Cristo místico recibe además de la justificación
bautismal, una gracia destinada a hacerle contribuir, mediante su actividad, a
la salud de todo el cuerpo: carismas diferentes según la gracia que Dios ha
dado a cada uno… y siguiendo el impulso de la fe (Rom 12,6). Los efectos
carismáticos pueden ser diversos, pero siendo uno el Espíritu del que proceden,
todos concurren al crecimiento de la caridad en fecunda coordinación a tenor de
las necesidades de la comunidad eclesial. Son funciones diferentes como las que
tiene cada miembro en el organismo humano: apostolado, profecía, enseñanza, don
de milagros, gracia de curaciones, gracia de asistencia, poder de gobierno, don
de lenguas… Pero aun los más excelentes, sin el don radical y supremo de la
caridad, no sirven de nada (1 Cor, cap 12-14).
Para San Pablo, los carismas no son necesariamente gracias
extraordinarias, milagrosas, sino algo normal en la comunidad de quienes han
recibido el don del Espíritu. Todo bautizado posee disponibilidad para ser
tomado como instrumento por el mismo Espíritu a fin de realizar una tarea en la
edificación de la casa de Dios.
La Iglesia es, a un tiempo, comunidad espiritual y asamblea
visible, carisma e institución. La estructura carismática y la estructura
jerárquica se completan y mutuamente se necesitan. Quienes tienen la autoridad
en la Iglesia han de escuchar y recibir “con gratitud y consuelo” las
manifestaciones de la función profética del pueblo de Dios; deber suyo es
comprobar la autenticidad de los dones y de la lealtad de su ejercicio, pero
ante todo han de mirar a “no ahogar el Espíritu, sino examinarlo todo y
quedarse con lo bueno (1 Tes 5,19).
Preparémonos de manera adecuada, profunda y seria para
celebrar el acontecimiento de Pentecostés y ante todo deseemos “tener el
Espíritu del Señor y su santa operación”.
b)
La Vida Religiosa como carisma
El Concilio ve en la profesión de
los consejos evangélicos un “don divino, que la Iglesia recibió de su Señor y
que, con su gracia, conserva siempre”. Quienes abrazan el estado religioso por
vocación divina reciben “un don particular en la vida de la Iglesia, contribuyendo
a la misión salvífica de ésta cada uno según su modelo” (LG,43). Tal estado, “aunque
no se relaciona con la estructura jerárquica de la Iglesia, pertenece, sin
embargo, indiscutiblemente, a su vida y santidad (LG 44). La consagración
religiosa se halla en la línea de la acción vital del Espíritu Santo y está
integrada en la estructura pneumática o carismática de la Iglesia. Viene a ser
como una intensificación de ese impulso general que el Espíritu comunica a todo
el pueblo de Dios hacia “la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de
la caridad…, según la medida de la donación de Cristo” (LG 40).
La estructura carismática, campo
de acción del “Espíritu creador”, es eminentemente dinámica; un modo de obrar
más que un modo de ser; respuesta constante a las necesidades de adaptación de
la vida de la Iglesia. Habituados a hablar de “estado religioso”, nos exponemos
a fijarnos demasiado en lo que tiene de institución, olvidando que, en su
origen, toda forma de vida religiosa ha sido movimiento. A cada nueva posición
de la Iglesia en el tiempo o en el espacio, por exigirlo el nuevo clima humano,
el Espíritu Santo ha suscitado iniciativas de consagración de nuevo signo. El hecho
de que la mayor parte de esos “movimientos”, al ser recibidos en el cuerpo
social de la Iglesia, se hayan convertido en “institutos”, no anula su esencia
dinámica y, por lo mismo, su actualidad. Sólo cuando una orden religiosa haya
perdido su capacidad de renovación, es decir, de conexión con el contexto
histórico, podrá decirse que ha perdido su razón de ser en el pueblo de Dios. Difícilmente
sucederá que una forma de consagración, por antigua que sea, pierda su eficacia
de signo, su carisma propio.
Pero el carisma no se identifica
con los cauces concretos de la actividad. Podrá suceder que una forma de vida
religiosa abandone, al pasar de una época o de un área cultural a otra,
determinadas maneras de ser útil a los hombres para adoptar otras más al día.
El carisma, además, no obra a
través de las instituciones, sino de cada uno de los elegidos. Decir que un
instituto ha perdido su capacidad de renovarse equivale a admitir que sus
miembros han perdido la docilidad a los signos del plan de Dios. Entonces, debe
desaparecer. Querer sobrevivir sólo como institución por perfecta y eficiente
que se la suponga, es un contrasentido.
¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡Continuará!!!!!!!!!! :)
Paz y Bien
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