EL
CARISMA DEL FUNDADOR
La visión histórica y teológica que ofrecen los documentos conciliares sobre el origen de las formas de vida consagrada está en consonancia con esa concepción. Los iniciadores obraron «movidos por el Espíritu Santo»; la Iglesia se limitó a «recibir y aprobar» los grupos religiosos formados por ellos. Cada fundación posee su propio carisma, y esa «maravillosa variedad contribuye grandemente a que la Iglesia no sólo esté apercibida para toda obra buena y pronta para servir a la edificación del Cuerpo de Cristo, sino a hacerla aparecer adornada con la variedad de los dones de sus hijos, como esposa engalanada para su esposo, y por ella se manifieste la multiforme sabiduría de Dios» (LG 43, 45, 46; PC 1).
Consciente de esa presencia de la acción del mismo Espíritu, que se manifiesta diversamente en cada familia religiosa, el Concilio establece como principio básico para la actual renovación, junto con el retorno constante a las fuentes de toda vida cristiana, la vuelta «a la inspiración original de los institutos» (PC 2). La fidelidad a esta originalidad está exigida por la vida misma de la Iglesia, ya que «cede en bien de la misma Iglesia que los institutos mantengan su carácter y función particular». Por lo tanto, han de ser conocidos y fielmente mantenidos el espíritu y los ideales de los fundadores (PC 2b). Todos los institutos «han de participar en la vida de la Iglesia», pero ha de ser «de acuerdo con su propio carácter» (PC 2c), manteniendo diferenciadas aun las formas características de actividad apostólica, testimonio y fructificación de un género de vida diferenciado (PC 8 y 20). Nada de confusión de carismas (cf. PC 7-11).
Es normal que, en el común esfuerzo por remontarse al manantial de la vida cristiana, es decir, al Evangelio, los diversos institutos se encuentren en un ideal común, que a su vez se confunde con la aspiración de todo cristiano sincero: el compromiso bautismal tomado en serio. Y entonces asoma la pregunta: ¿qué sentido tiene la diferencia entre unos institutos y otros? Los grandes fundadores han tenido de común ese anhelo de respuesta total al programa evangélico; pero la misma disponibilidad de donación los ha hecho dóciles al impulso diferenciado del único Espíritu, que distribuye dones y tareas conforme a las diversas necesidades del pueblo de Dios. Así es cómo cada grupo de consagrados pone en juego medios peculiares de santificación personal, de testimonio y de acción, y es recibido por la comunidad de los creyentes como un signo diferente de los otros.
Hoy también, la misma sinceridad en volver al Evangelio hará que los institutos religiosos capten mejor su «espíritu propio»; y será la fuerza de éste la que hará que la vida religiosa «se vea purificada de elementos extraños y libre de lo anticuado» (M.p. Eccl. Sanctae II, 16,3). De esa forma la adaptación viene como por su pie. Ese respeto a la «vocación propia», a la «índole propia», al «espíritu propio», es requisito para una recta formación de los candidatos (Ibid. 33 y 37), y lo inculca el Concilio reiteradamente a los obispos a la hora de pedir la aportación de los religiosos a la pastoral diocesana (Christus Dominus 33-35).
¿En qué sentido puede afirmarse que todo fundador es un carismático? No es necesario suponer una existencia fuera de serie. La acción del Espíritu se vierte sobre las disposiciones humanas que señalan a cada bautizado una orientación hacia tal o cual servicio a la comunidad y, sobre esa vocación general, no meramente aptitudinal, de todo cristiano a la santidad y al apostolado, brota un destino profético.
Como en toda la economía de los dones, el Espíritu Santo espera la coyuntura que le ofrece el instrumento autónomo. Tal coyuntura se presenta cuando ese cristiano, fiel servidor del Espíritu, se abre plenamente a la gracia y, en consecuencia, al carisma de elección para una gran tarea en bien de toda la Iglesia. Generalmente la coyuntura es la conversión: un viraje radical y doloroso en la vida. Pensemos en san Antonio Abad, en san Benito, en san Francisco, en san Ignacio, en san Juan de Dios. O al menos el Espíritu suele poner a todo fundador en la dura prueba del anticonformismo; la mayor parte han pasado por extraños o desvariados ante sus inmediatos observadores.
Simultáneamente se produce una profunda experiencia evangélica, llena de luz y de seguridad, y la llamada a dejarlo todo para ordenar la propia vida conforme a la luz recibida. Y el carisma se abre paso, con fuerza progresiva, impulsando al elegido a llevar a los demás el beneficio del propio hallazgo. El don tan gratuitamente recibido lo siente dentro como una necesidad vital de mensaje (cf. 1 Cor 9,16). El género de vida iniciado por el convertido, su ejemplo, su acción y, más que nada, la sinceridad y la inspiración que vibra en sus palabras, son para los hombres de corazón recto una especie de promulgación nueva del Evangelio, nueva visión del mismo, quizá de un aspecto particularmente exigido por el momento histórico.
El carisma de fundación se manifiesta entonces en los discípulos que se van agrupando en torno al iniciador. Ellos mismos han descubierto, al aceptar la nueva forma mental y el nuevo ideal de vida, que esos valores se hallaban latentes en su corazón, quizá sólo como una esperanza remota de algo mejor, una insatisfacción, un impulso hacia el bien. Ahora todo eso ha recibido a sus ojos una formulación exteriorizada en ese hombre iluminado de lo alto. En realidad, ellos mismos comparten ese don.
En términos sociológicos diríamos que el convertido ha logrado hacer compartir al grupo su ideal personal, y desde ese momento, éste ha pasado a ser objetivo y orientación del grupo entero. Teológicamente, es la operación del carisma, acción esencialmente comunitaria, que se sirve instrumentalmente del testimonio vivo del fundador. En la primera generación de los grandes institutos religiosos hay un claro predominio de la presencia del carisma. Por eso los fundadores de mayor altura han sido lentos, cuando no reacios, en avanzar hacia una organización y una legislación definitivas. Temían cohibir la apertura al Espíritu con estructuras demasiado hechas. Preferían continuar en actitud de experimentación, escuchando su llamada en cada nueva situación. La propia experiencia del don recibido y la disponibilidad de los componentes del grupo aseguraban la fidelidad a la vocación mejor que cualquier cauce institucional.
La Regla se impone, al fin, como una necesidad. El grupo, acrecentado en número, acepta un nivel medio de cualificación espiritual; comprometido en objetivos concretos de responsabilidad colectiva al servicio de una Iglesia visible e institucionalizada, ve la precisión de fijar el movimiento inicial en cuadros organizativos y en normas de vida; se requiere, además, una formación esmerada de los miembros y unidad de doctrina ascética. Pero esta forma vitae lleva también el sello del carisma, es la cristalización de las aspiraciones iniciales. No viene impuesta al grupo desde fuera -la autoridad de la Iglesia se limita a «recibirla y aprobarla» (PC 1)-, sino que es elaborada y adoptada por los mismos que han recibido el impulso hacia la nueva vida evangélica; y luego será ofrecida a aquellos que reciban la gracia de elección pala abrazarla.
Cada nuevo candidato que llama a las puertas de un instituto viene impulsado por el Espíritu Santo para hacer suyo el ideal evangélico que se le manifiesta a través de esa forma concreta de vivirlo y de comunicarlo a los hombres. El grupo ha de acogerlo como un don de Dios, como una invitación del Espíritu a la propia renovación. Así miraba san Francisco a los «hermanos que Dios le daba» (Test 14). Hay un enriquecimiento recíproco: el grupo ofrece al nuevo adepto sus ideales y su espiritualidad, y mejores oportunidades para realizarse como cristiano; pero recibe por medio de él nueva inyección de vida y, sobre todo, la sintonía con el clima de la comunidad humana en cada tiempo, esa conexión entre vida y Evangelio que no puede faltar en una familia religiosa. Cada nuevo afiliado debería originar en el grupo una inquietud renovadora, un desasosiego que le obligue a revisar cada día la autenticidad de sus formas de vida y de acción.
Al primer estadio de movimiento carismático, en que el fundador obra fuertemente y los discípulos viven el ideal como un descubrimiento y como una fuerza superior a ellos, sucede una etapa de institucionalización: es el momento de combinar el puro ideal con las realidades de la vida y de la actividad. Una toma de postura necesaria, pero de equilibrio nada fácil. Cuando la institución, en lugar de proyectarse en la vida real, se desliga de ella, se produce algo así como la esclerosis del organismo estructural. Entonces la atención se centra hacia adentro, hacia lo disciplinar y jurídico, hacia las formas. La necesidad de una pedagogía lleva a crear una ascética de familia, convencional. Se refuerzan los lazos colectivos mediante una mayor uniformidad en la observancia. La acción externa se toma como un peligro, la inspiración personal, como un atentado al ritmo comunitario. El juridismo amenaza ahogar el carisma. Y para restaurar la armonía entre carisma e institución se hace necesaria la reforma, con su tanto de rebeldía, ya que los responsables públicos de la institución no es fácil que capten cuándo ésta debe ceder y en qué grado. Toda reforma es una aventura de fe. Y, ¿cabe renovación sin reforma?
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