De San Crispín de Viterbo
(1668-1750)
Un santo alegre
Un santo alegre
por Julio Micó, o.f.m.cap.
A pesar de que me consideran un santo alegre, la impresión
que me queda de mi infancia es la muerte de mi padre, Ubaldo. Menos mal que mi
tío Francisco -su hermano- me quería mucho y me envió, primero, a la escuela de
los Jesuitas para que aprendiera gramática y, después, me acogió como aprendiz
en su taller de zapatero, donde estuve hasta los 25 años en que me fui a los
frailes.
Recuerdo que, de pequeño, me daba por ayudar
misas y ayunar; y como era de natural delgaducho y enfermizo, mi tío solía
decirle a mi madre: «Tú vales para criar pollos, pero no hijos. ¿No ves que el
niño no crece porque no come?» Y en adelante él se encargaba de hacerme comer;
pero al ver que seguía igual de pequeño y escuchimizado se dio por vencido y le
dijo a mi madre: «Déjalo que haga lo que quiera, porque mejor será tener en casa
un santo delgado que un pecador gordo».
Capuchino como San Félix
La gota que colmó el vaso para que me decidiera a
hacerme Capuchino fue el ver a un grupo de novicios que había bajado a la
iglesia con motivo de unas rogativas para pedir la lluvia; pero en realidad ya
lo había pensado mucho y había leído y releído la Regla de San Francisco, por
lo que mi opción era madura. Además no quería ser sacerdote, sino como San
Félix de Cantalicio, hermano laico.
Inmediatamente me fui a hablar con el Provincial,
quien me admitió en la Orden, pensando que ya estaba todo superado, pero no fue
así. Los primeros que se opusieron fueron mis familiares, empezando por mi
madre. La pobre ya era mayor y con una hija soltera a su cargo; además, no
comprendía que, habiendo hecho los estudios con los Jesuitas, no quisiera ser
sacerdote sino laico. Sin embargo, la decisión estaba tomada. Procuré que las
atendieran unas personas del pueblo y me marché al noviciado.
Cual no sería mi sorpresa al comprobar que, a
pesar de haberme admitido ya el Provincial, el maestro de novicios se negaba a
recibirme. Ante mi insistencia me contestó: «Bueno, si al Provincial le compete
el recibir a los novicios, a mí me toca probarlos».
Y bien que me probó. Lo primero que hizo fue
darme una azada y enviarme al huerto a cavar mañana y tarde. En vista de que
resistía, me mandó como ayudante del limosnero para que cargara con la alforja,
a ver si aguantaba las caminatas bajo el sol y la lluvia. Y las aguanté. Por
último, no se le ocurrió otra cosa que nombrarme enfermero para que atendiera a
un fraile tuberculoso. Parece que no lo hice del todo mal, pues tanto el
enfermo como el maestro de novicios se ufanaban, cuando ya eran viejos, de
haberme tenido como enfermero y como novicio.
Una vez profesé me enviaron por distintos
conventos, hasta que recalé en Orvieto. Allí estuve durante cuarenta años de
limosnero; es decir, toda mi vida, pues sólo me llevaron a Roma para morir.
Durante los cincuenta años que estuve con los
frailes hice de todo menos de zapatero, que era mi profesión. Fui cocinero,
enfermero, hortelano y limosnero; y es que yo no era una bestia para estar en
la sombra, sino al fuego y al sol; es decir, que debía estar o en la cocina o
en la huerta. Sin embargo la mayoría de mi vida se quemó buscando comida para
los frailes y atendiendo las necesidades de la gente.
Pidiendo pan y dando cariño
Lo primero que hacía antes de salir del convento
era cantar el Ave, maris stella; después, rosario en mano, me dirigía
a la limosna, que, de ordinario, solía hacer pronto. Para ahorrar tiempo le
pedía antes al cocinero qué necesitaba, y así me limitaba a pedir solamente lo
necesario.
Como había muchos pobres, procuraba dirigir las
limosnas que sobraban a una casa del pueblo para que desde allí se
redistribuyeran; así satisfacía la solidaridad de los pudientes y la necesidad
de los pobres.
Tan convencido estaba de que gran parte de la
miseria proviene de la injusticia, que no me podía contener ante los abusos de
los patronos para con los trabajadores. Cuando alguno tenía que venir al
convento procuraba que lo trataran bien, porque al trabajo hay que ir de buena
gana.
Una vez que un defraudador me pidió que rogara
por su salud, le contesté que cuando pagase lo que debía a sus acreedores y a
su servidumbre entonces pediría a la Virgen que lo curara. Y es que me gustaba
visitar a los enfermos y encarcelados; no sólo para darles buenos consejos sino
para remediarles, en la medida de mis posibilidades, sus necesidades.
No sé por qué, la gente acudía a mí en busca de
remedios y se iba con la sensación de que hacía milagros. Incluso me cortaban
trozos del manto para hacerse reliquias; hasta que no pude más y les grité:
«Pero ¿qué hacéis? Cuánto mejor sería que le cortaseis la cola a un perro.. .
¿Estáis locos? ¡Tanto alboroto por un asno que pasa!»
Sin embargo no todo era pedir limosna y atender a
la gente. Esto era la consecuencia. Mi opción había sido seguir a Jesús y eso
conlleva mucho tiempo de estar con él y aprender sus actitudes. Mi devoción a
la Virgen me ayudó mucho. Me gustaba exteriorizar mis sentimientos para con
ella adornando sus altares. Cuando estuve trabajando de hortelano coloqué una
imagen de María en una pequeña cabaña. Delante de ella esparcía restos de
semillas y migajas de pan para que se acercasen los pájaros, se alimentasen y
cantasen, ya que hubiera querido que todas las criaturas del universo se
juntasen para alabar en todo momento a la madre de Dios.
El reuma y la gota acabaron conmigo. Ya no podía
casi andar y tuve que retirarme a la enfermería de Roma. Pero allí también la
gente venía a buscarme. ¿Por qué la gente acudía a mí si no era ni santo ni
profeta?
En el mes de mayo la enfermedad fue a más. Para
no estropear la fiesta de San Félix le aseguré al enfermero que no me moriría
ni el 17 ni el 18. Y, efectivamente, el Señor me escuchó y me llevó en su
compañía el 19 de mayo de 1750.
[El Propagador de las Tres Avemarías (Revista
Mariana de los Capuchinos, Valencia), n. 818, mayo-junio de 1999, pp. 7-9]
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