Wednesday, May 30, 2012

Capuchinos Misioneros. Profetas y Mártires. A XXV años de su martirio

Ecuador: Simposio sobre la vida y misión de dos misioneros mártires
En los 25 años de la muerte de monseñor Labaka y la hermana Inés Arango
QUITO, miércoles 30 mayo de 2012 (ZENIT.org).- El Vicariato de Aguarico junto con los Hermanos Menores Capuchinos y las Hermanas Terciarias Capuchinas organizaron en la ciudad de Quito, Ecuador, el I Simposio sobre la Vida y Misión de monseñor Alejandro Labaka y de la hermana Inés Arango.
Este simposio trató de conmemorar los 25 años su muerte martirial y buscó llevar a cabo una reflexión científica sobre sus opciones misioneras en defensa de los pueblos indígenas. Tuvo lugar en el magno auditorio de la Universidad Politécnica Salesiana los días del 21 al 24 de mayo.
El acto inaugural fue presidido por los ministros viceprovinciales de los Hermanos Capuchinos en Ecuador y de las Hermanas Terciarias Capuchinas, padre Vicente Quisirumbay y hermana Mercedes Velásquez, junto con monseñor Jesús Esteban Sádaba, obispo del Vicariato de Aguarico.
Esta iniciativa contó con el respaldo del Episcopado Ecuatoriano, haciéndose presente cada día un obispo para presidir la mesa de panelistas. Monseñor Antonio Arregui, presidente del episcopado, fue el primero en participar exponiendo su deseo de que la vida y misión de Alejandro y de Inés fuera conocida por todos. El cardenal Raúl Vela, fue el encargado de presidir la mesa de panelistas el último día.
El primer día el ponente fue el padre Miguel Ángel Cabodevilla, OFMCap (España), quien presentó la faceta política de Alejandro Labaka en defensa de los pueblos indígenas y no contactados. Y dejó ver cómo la lucha de estos mártires aún sigue vigente en contra del exterminio de los pueblos indígenas y contra la explotación petrolera que devasta la selva.
En el segundo día se reflexionó sobre el diario misionero de Alejandro Labaka, que es “Crónica Huaorani”. El ponente de este tema fue el teólogo padre Fidel Aizpurúa, OFMCap (España). El padre Fidel presentó a “Crónica Huaorani” como un libro fundamental de misionología actual, que parte de la experiencia de vida de monseñor Labaka.
El padre Roberto Tomichá OFMConv (Bolivia) fue el expositor del tercer día. Él se encargó de mostrar la relación entre inculturación y misión. Mostrando que el estilo misionero de monseñor Labaka se fundamenta en la inculturación del evangelio que pone en primer lugar a la persona como “Semillas de Verbo”.
El tema de la espiritualidad de estos misioneros fue la exposición del último día. Los ponentes fueron el padre Rufino Grández OFMCap (España-México) y la hermana Isabel Verdizaval TC (España). Cada uno presento los fundamentos espirituales que llevaron a Alejandro e Inés a vivir profundamente su misión.
La reflexión en el simposio partía de una exposición principal y luego el eco de dos personas versadas en el tema y terminaba con las preguntas de los asistentes. Como panelistas han estado personajes importantes de la vida religiosa y universitaria del Ecuador.
A lo largo de estos cuatro días de reflexión la asistencia estuvo marcada por la gran participación de los diferentes institutos de vida religiosa y de los obispos de la Iglesia ecuatoriana.
Los asistentes a este simposio también pudieron observar la exposición fotográfica sobre la vida de estos dos mártires “Alejandro Labaka, puente entre culturas”. Esta exposición ha recorrido y sigue recorriendo las principales ciudades de Ecuador, contando hasta el momento con veinte ciudades visitadas y más de cien mil visitantes.
Muertos por aquellos a quienes defendían
El 21 de julio de 1987, el obispo capuchino Alejandro Labaka y la hermana Inés Arango, dos misioneros en la Amazonia ecuatoriana, recibieron la muerte acribillados por las lanzas de los nativos huaorani. En 2011 se inició el año jubilar por su muerte.
Frente a la explotación de los recursos naturales de parte de las grandes compañías petroleras, el obispo había dado proridad a la vida de las personas y defendido con coraje los derechos de las minorías indígenas.
Paradójicamente, los indígenas, que se sentían acorralados, mataron a los dos misioneros que les ofrecían su apoyo.
Más información en www.alejandroeines.org

¡Comencemos, hermanos, a servir al Señor, porque hasta ahora poco o nada hemos hecho!


EL MOVIMIENTO FRANCISCANO



San Francisco de Asís experimentó como ningún otro fundador la invasión del «espíritu del Señor», tanto en su vida personal como en su misión de iniciador de una forma nueva de vida. De esa experiencia le venía la seguridad en el camino emprendido y en la interpretación dada por él al seguimiento de Cristo, afirmada con tanta fuerza al dictar su Testamento: «El Señor me dio el comenzar de esta forma la vida de penitencia...». Hasta siete veces repite la misma expresión: El Señor me dio, el Señor me reveló.

Carismático consciente, el Poverello no sintió ni por un momento la tentación de sustraerse a la Iglesia visible. La sola idea de que sus hermanos, ensoberbecidos con el don del Espíritu, pudieran salirse de la obediencia jerárquica, como tantos reformadores de entonces, le alborotaba el ánimo.[6] Por eso tuvo prisa por someter a la aprobación de la Iglesia romana su carisma de fundador: «El Altísimo mismo me reveló que debía vivir según la forma del santo Evangelio..., y el señor Papa me lo confirmó» (Test 14-15).

Veía en esa sujeción la garantía insustituible de la fidelidad al mismo ideal evangélico: «Así, sometidos y sujetos a los pies de esta santa Iglesia, cimentados en la fe católica, guardaremos la pobreza y humildad y el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, que firmemente hemos prometido» (2 R 12,4).

Pero la sumisión a la Iglesia jerárquica no le impidió mantener la originalidad de su vocación, si bien no siempre le fue fácil. Humildísimo y sumiso, «pequeñuelo y siervo» de todos, supo afirmar y defender su ideal de fundador, primero, frente al obispo de Asís, después, frente al cardenal de San Pablo, que quiso disuadirle de lanzarse a una fundación nueva, y frente al papa Inocencio III, quien no disimuló sus temores ante aquella aventura de pobreza total; y más tarde, frente al partido de los doctos, apoyados por el cardenal Hugolino, empeñados en comunicar a la fraternidad una estructura de resabios monásticos; finalmente, frente al mismo Hugolino y frente a las preocupaciones canónicas de la curia romana, en el momento de dar forma definitiva a la Regla.

En esta lucha, tan contraria a su temperamento y tan dura para su fe, no escasearon trances de depresión profunda al sentirse incomprendido de los prudentes, impotente para hacer aceptar su «camino de la sencillez» que Dios le había revelado, un camino para él tan claro. Entonces, turbado en su pequeñez, se refugiaba en la oración; pero un día escuchó de labios de Cristo: «¿Por qué te asustas, hombrecillo? ¿No soy yo quien ha plantado la fraternidad?».[7]

Poseída de idéntica fortaleza, santa Clara defendería también con tenacidad, aun ante la Sede apostólica, la integridad de su vocación, en especial el «privilegio» de la pobreza absoluta. A Inés de Praga le escribía: «Si alguien te dice o sugiere otros caminos contrarios al que has abrazado o que a ti te parecen opuestos a la vocación divina, con todos los respetos, no sigas en manera alguna tales consejos, antes bien aférrate, virgen pobrecilla, a Cristo pobre» (2CtaCl 17-18).

El franciscanismo nació como movimiento. Francisco es el iniciador de un impulso múltiple, pero bien definido, cuya característica es la sinceridad cristiana: prontitud alegre y suelta, al imperio del amor, para seguir a Cristo y, por Él, experimentar el misterio de la hermandad con los hombres y con la creación bajo la paternidad de Dios. Fue -dice Celano- como el despertar de una nueva primavera: «Se produjo en él y por medio de él una alegría inesperada y una santa renovación en todo el mundo, haciendo florecer los antiguos y olvidados gérmenes de la religión primitiva. Difundióse en los corazones escogidos un nuevo espíritu y se derramó entre ellos una como unción saludable...» (1 Cel 89).

Un entusiasmo que no sólo hizo crecer rápidamente el grupo inicial de los hermanos menores y luego el de las damas pobres, sino que provocó por todas partes un anhelo de experiencia evangélica que cuajaría en las agrupaciones de los hermanos de penitencia. En realidad repercutió en la piedad, en el arte, en la vida litúrgica, en el dinamismo apostólico y en la vida social de la Iglesia.

El franciscanismo no ha dejado de afirmarse nunca como movimiento. La insatisfacción es nota permanente en la historia minorítica, y el profetismo ha puesto en jaque las estructuras internas siempre que éstas han caído en el inmovilismo cómodo. Por eso es una historia de períodos atormentados, de luchas por el ideal, de reformas y de escisiones. Para quien mira superficialmente ese fenómeno, resulta incomprensible que una orden, cuya característica es el amor y que se define como fraternidad, haya roto tantas veces la unidad interna. Pero, visto en su significado real, es signo de pujanza que impide el estancamiento, búsqueda sin reposo de adaptación renovadora mediante la fidelidad al ideal. La reforma pertenece en algún sentido a la esencia de las instituciones franciscanas.

En otras épocas el grupo reformador tendía a definirse como tal y terminaba, por reacción contra la «comunidad» -es decir, la institución-, por institucionalizarse él mismo. Y se daba un proceso que repetía el que la orden experimentó en su evolución: vuelta a la sencillez y espontaneidad de origen, gusto por la intimidad fraterna en el eremitorio, dejando el convento, apostolado preferentemente de testimonio y de presencia; y, luego, paulatinamente, acomodación a las condiciones reales de la vida, realizando la conjunción entre carisma e institución que da el equilibrio dinámico de los momentos más fecundos de la historia franciscana. Este equilibrio suele producirse en la segunda generación después de cada movimiento de reforma.

Y henos hoy de nuevo en trance de reforma. Hay algo muy fundamental que no marcha. Como en las grandes ocasiones de revisión total, las familias franciscanas se han puesto tácitamente de acuerdo en la necesidad de remontarse a los orígenes, para tomar en su fuente el propio carisma y hacer de él un mensaje vivo para el mundo de hoy. No es de creer que vuelva a producirse el fenómeno de las reformas secesionistas; sería anacrónico. Hoy el camino no puede ser otro que el señalado por el Concilio: clarificar los ideales del fundador, el espíritu propio de cada instituto y la misión que está llamado a realizar en la Iglesia; tratar de establecer la relación entre ese espíritu y el mundo concreto que lo ha de recibir; y, a base de esa confrontación, podar sin pena las adherencias de tiempos y ambientes que han quedado atrás, lanzándose al riesgo de dar con un lenguaje nuevo que produzca en nuestra generación la misma admiración gozosa que despertó en el siglo XIII el lenguaje de Francisco. Volver a lo que él llamaba su camino: el de la «santa sencillez». Cuando se vive con sinceridad el Evangelio, como él lo vivió, es la vida misma la que se hace mensaje. Las estructuras, si son necesarias, aparecen como expresión de la verdad de esa vida.

Y entonces es fácil sentir de continuo la invitación del Espíritu a la renovación penitencial, como la sentía el Poverello, enfermo y trabajado, al final de su vida: «¡Comencemos, hermanos, a servir al Señor, porque hasta ahora poco o nada hemos hecho!» (1 Cel 103). Toda su vida fue una búsqueda incesante, puesta la atención en los signos por los que el Altísimo podía comunicarle la trayectoria que debía seguir. Desde la primera forma de vida, en 1210, hasta el Testamento, 1226, hay una evolución palpable en la respuesta concreta a la vocación evangélica. La muerte te sorprendió desbrozando el camino. Evolucionó, pero no vaciló. Marchó seguro en la misma línea que le fuera manifestada al principio. Fue voluntad de adaptación, no acomodación ambigua de quien cede condescendiendo. Nunca afirmó tan nítidamente su vocación y la de su fraternidad como al dictar sus últimas voluntades.

El ideal franciscano es patrimonio común no sólo de las varias familias que integran la primera y la segunda orden, sino de la infinita floración de institutos religiosos -y ahora también seculares- que reconocen a san Francisco por Padre. Tienen sus propios fundadores y fundadoras, pero con una vinculación carismática, expresamente cultivada, al espíritu del Poverello. Su mismo número y variedad pone de manifiesto la inagotable virtualidad del franciscanismo y su capacidad de adaptación a las necesidades y a las condiciones de vida de los hombres. Y es patrimonio asimismo de cuantos forman en las filas de la Orden Franciscana Seglar, en comunión fraterna con los hijos e hijas de san Francisco que han abrazado una vida de consagración.



NOTAS:

[6] 1 R 19: «Todos los hermanos sean católicos, vivan y hablen católicamente. Pero si alguno se desviara de la fe y vida católica de palabra o de hecho y no se enmendara, sea expulsado absolutamente de nuestra fraternidad. Y tengamos a todos los clérigos y a todos los religiosos por señores nuestros en aquellas cosas que miran a la salud del alma y no nos desvíen de nuestra religión; y veneremos en el Señor el orden y oficio y ministerio de ellos».

Testamento 6-9: «Después, el Señor me dio y me da tanta fe en los sacerdotes que viven según la forma de la santa Iglesia Romana, por el orden de los mismos, que, si me persiguieran, quiero recurrir a ellos. Y si tuviera tanta sabiduría cuanta Salomón tuvo, y hallara a los pobrecillos sacerdotes de este siglo en las parroquias en que moran, no quiero predicar más allá de su voluntad. Y a éstos y a todos los otros quiero temer, amar y honrar como a mis señores. Y no quiero en ellos considerar pecado, porque discierno en ellos al Hijo de Dios, y son señores míos».

[7] Cf. 2 Cel 158.- S. López, El carisma franciscano, instancia apremiante para nuestro tiempo, en Verdad y Vida 30 (1972) 322-360; A. W. Romb, The franciscan charisme in the Church. New Jersey 1969; L. Iriarte, Lo que san Francisco hubiera querido decir en la Regla, en Estudios Franciscanos 77 (1976) 375-391, y en Selecciones de Franciscanismo núm. 17 (1977) 165-178; L'approccio delle vocazioni al I Ordine vivente san Francesco, en Studi e Ric. Franc. 11 (1982) 3-18; Vocazione, en DF, 1989-2006; San Francesco tra carisma e istituzione, en AA.VV., Carisma e istituzione, Roma 1983, 105-124.


Friday, May 25, 2012


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Su Historia

El Padre Pío nació en el seno de una humilde y religiosa familia de agricultores, el 25 de mayo de 1887, en una pequeña aldea del Sur de Italia, llamada Pietrelcina.Recibió su primera instrucción de un maestro privado y a la edad de 15 años hizo su ingreso en el Noviciado de los Padres Capuchinos en la Ciudad de Morcone. De débil salud, pero de excepcional fuerza de voluntad, pudo completar sus estudios y gracias a una continua asistencia divina tuvo la ansiada ordenación sacerdotal. El 10 de Agosto de 1910 celebró su primera Misa, en la Catedral de Benevento. Ocho años más tarde, el 20 de Septiembre de 1918, aparecieron visiblemente las llagas de Nuestro Señor en sus manos, pies y costado izquierdo del pecho, haciendo del P. Pío el primer sacerdote estigmatizado en la historia de la Iglesia (recuerden que San Francisco no era sacerdote).
Fue heroico en su apostolado sacerdotal, que duró 58 años. Grandes multitudes, de todas las nacionalidades pasaron por su confesionario. Las conversiones fueron innumerables. Diariamente recibía centenares de cartas de fieles, que pedían su consejo iluminado y su dirección espiritual, la cual ha siempre significado un retorno a la serenidad, a la paz espiritual y al coloquio con Dios. Toda su vida no ha sido otra cosa que una continua oración y penitencia, lo cual no impedía que sembrase a su alrededor felicidad y gran alegría entre aquellos que escuchaban sus palabras, que eran llenas de sabiduría o de un extraordinario sentido del humor. A través de sus cartas al Confesor, se descubren tremendos e insospechables sufrimientos espirituales y físicos, seguidos de dicha inefable, derivada de su intima y continua unión con Dios, que fomentaba su ardiente amor por la Eucaristía y por la Santísima Virgen.
El Papa Juan Pablo II lo conoció personalmente en 1947, poco después de su ordenación sacerdotal. Según rumores, el Padre Pío profetizó que aquel joven sacerdote sería un día Papa.
El Señor lo llamó a recibir el premio celestial el 23 de Septiembre de 1968. Tenía 81 años. Durante 4 días su cuerpo fue expuesto ante millares de personas que formaban una enorme columna que no conoció interrupción hasta el momento del funeral, al cual asistieron más de cien mil personas.
Millones visitan su tumba en el pueblo de San Giovanni Rotondo, Italia. Entre ellos el Papa Juan Pablo II. El P. Pío está sepultado en la cripta del Santuario de Nuestra Señora de las Gracias, San Giovanni Rotondo. Es visitado por un número siempre creciente de peregrinos de todo el mundo.


Los preliminares de su Causa de Beatificación y Canonización se iniciaron en noviembre de 1969. Declarado Venerable el 18 de diciembre de 1997 y Beato, el 2 de mayo de 1999. Será declarado Santo el 16 de junio de 2002, en la Plaza de San Pedro en Roma, por S.S. Juan Pablo II. Ante la afluencia de miles y miles de fieles congregados en la Plaza de San Pedro. Convirtiéndose así en la Canonización más numerosa en la Historia de la Iglesia.

Wednesday, May 23, 2012

La vocación Franciscana 1: El Carisma del Fundador


EL CARISMA DEL FUNDADOR

La visión histórica y teológica que ofrecen los documentos conciliares sobre el origen de las formas de vida consagrada está en consonancia con esa concepción. Los iniciadores obraron «movidos por el Espíritu Santo»; la Iglesia se limitó a «recibir y aprobar» los grupos religiosos formados por ellos. Cada fundación posee su propio carisma, y esa «maravillosa variedad contribuye grandemente a que la Iglesia no sólo esté apercibida para toda obra buena y pronta para servir a la edificación del Cuerpo de Cristo, sino a hacerla aparecer adornada con la variedad de los dones de sus hijos, como esposa engalanada para su esposo, y por ella se manifieste la multiforme sabiduría de Dios» (LG 43, 45, 46; PC 1).

Consciente de esa presencia de la acción del mismo Espíritu, que se manifiesta diversamente en cada familia religiosa, el Concilio establece como principio básico para la actual renovación, junto con el retorno constante a las fuentes de toda vida cristiana, la vuelta «a la inspiración original de los institutos» (PC 2). La fidelidad a esta originalidad está exigida por la vida misma de la Iglesia, ya que «cede en bien de la misma Iglesia que los institutos mantengan su carácter y función particular». Por lo tanto, han de ser conocidos y fielmente mantenidos el espíritu y los ideales de los fundadores (PC 2b). Todos los institutos «han de participar en la vida de la Iglesia», pero ha de ser «de acuerdo con su propio carácter» (PC 2c), manteniendo diferenciadas aun las formas características de actividad apostólica, testimonio y fructificación de un género de vida diferenciado (PC 8 y 20). Nada de confusión de carismas (cf. PC 7-11).

Es normal que, en el común esfuerzo por remontarse al manantial de la vida cristiana, es decir, al Evangelio, los diversos institutos se encuentren en un ideal común, que a su vez se confunde con la aspiración de todo cristiano sincero: el compromiso bautismal tomado en serio. Y entonces asoma la pregunta: ¿qué sentido tiene la diferencia entre unos institutos y otros? Los grandes fundadores han tenido de común ese anhelo de respuesta total al programa evangélico; pero la misma disponibilidad de donación los ha hecho dóciles al impulso diferenciado del único Espíritu, que distribuye dones y tareas conforme a las diversas necesidades del pueblo de Dios. Así es cómo cada grupo de consagrados pone en juego medios peculiares de santificación personal, de testimonio y de acción, y es recibido por la comunidad de los creyentes como un signo diferente de los otros.

Hoy también, la misma sinceridad en volver al Evangelio hará que los institutos religiosos capten mejor su «espíritu propio»; y será la fuerza de éste la que hará que la vida religiosa «se vea purificada de elementos extraños y libre de lo anticuado» (M.p. Eccl. Sanctae II, 16,3). De esa forma la adaptación viene como por su pie. Ese respeto a la «vocación propia», a la «índole propia», al «espíritu propio», es requisito para una recta formación de los candidatos (Ibid. 33 y 37), y lo inculca el Concilio reiteradamente a los obispos a la hora de pedir la aportación de los religiosos a la pastoral diocesana (Christus Dominus 33-35).

¿En qué sentido puede afirmarse que todo fundador es un carismático? No es necesario suponer una existencia fuera de serie. La acción del Espíritu se vierte sobre las disposiciones humanas que señalan a cada bautizado una orientación hacia tal o cual servicio a la comunidad y, sobre esa vocación general, no meramente aptitudinal, de todo cristiano a la santidad y al apostolado, brota un destino profético.

Como en toda la economía de los dones, el Espíritu Santo espera la coyuntura que le ofrece el instrumento autónomo. Tal coyuntura se presenta cuando ese cristiano, fiel servidor del Espíritu, se abre plenamente a la gracia y, en consecuencia, al carisma de elección para una gran tarea en bien de toda la Iglesia. Generalmente la coyuntura es la conversión: un viraje radical y doloroso en la vida. Pensemos en san Antonio Abad, en san Benito, en san Francisco, en san Ignacio, en san Juan de Dios. O al menos el Espíritu suele poner a todo fundador en la dura prueba del anticonformismo; la mayor parte han pasado por extraños o desvariados ante sus inmediatos observadores.

Simultáneamente se produce una profunda experiencia evangélica, llena de luz y de seguridad, y la llamada a dejarlo todo para ordenar la propia vida conforme a la luz recibida. Y el carisma se abre paso, con fuerza progresiva, impulsando al elegido a llevar a los demás el beneficio del propio hallazgo. El don tan gratuitamente recibido lo siente dentro como una necesidad vital de mensaje (cf. 1 Cor 9,16). El género de vida iniciado por el convertido, su ejemplo, su acción y, más que nada, la sinceridad y la inspiración que vibra en sus palabras, son para los hombres de corazón recto una especie de promulgación nueva del Evangelio, nueva visión del mismo, quizá de un aspecto particularmente exigido por el momento histórico.

El carisma de fundación se manifiesta entonces en los discípulos que se van agrupando en torno al iniciador. Ellos mismos han descubierto, al aceptar la nueva forma mental y el nuevo ideal de vida, que esos valores se hallaban latentes en su corazón, quizá sólo como una esperanza remota de algo mejor, una insatisfacción, un impulso hacia el bien. Ahora todo eso ha recibido a sus ojos una formulación exteriorizada en ese hombre iluminado de lo alto. En realidad, ellos mismos comparten ese don.

En términos sociológicos diríamos que el convertido ha logrado hacer compartir al grupo su ideal personal, y desde ese momento, éste ha pasado a ser objetivo y orientación del grupo entero. Teológicamente, es la operación del carisma, acción esencialmente comunitaria, que se sirve instrumentalmente del testimonio vivo del fundador. En la primera generación de los grandes institutos religiosos hay un claro predominio de la presencia del carisma. Por eso los fundadores de mayor altura han sido lentos, cuando no reacios, en avanzar hacia una organización y una legislación definitivas. Temían cohibir la apertura al Espíritu con estructuras demasiado hechas. Preferían continuar en actitud de experimentación, escuchando su llamada en cada nueva situación. La propia experiencia del don recibido y la disponibilidad de los componentes del grupo aseguraban la fidelidad a la vocación mejor que cualquier cauce institucional.

La Regla se impone, al fin, como una necesidad. El grupo, acrecentado en número, acepta un nivel medio de cualificación espiritual; comprometido en objetivos concretos de responsabilidad colectiva al servicio de una Iglesia visible e institucionalizada, ve la precisión de fijar el movimiento inicial en cuadros organizativos y en normas de vida; se requiere, además, una formación esmerada de los miembros y unidad de doctrina ascética. Pero esta forma vitae lleva también el sello del carisma, es la cristalización de las aspiraciones iniciales. No viene impuesta al grupo desde fuera -la autoridad de la Iglesia se limita a «recibirla y aprobarla» (PC 1)-, sino que es elaborada y adoptada por los mismos que han recibido el impulso hacia la nueva vida evangélica; y luego será ofrecida a aquellos que reciban la gracia de elección pala abrazarla.

Cada nuevo candidato que llama a las puertas de un instituto viene impulsado por el Espíritu Santo para hacer suyo el ideal evangélico que se le manifiesta a través de esa forma concreta de vivirlo y de comunicarlo a los hombres. El grupo ha de acogerlo como un don de Dios, como una invitación del Espíritu a la propia renovación. Así miraba san Francisco a los «hermanos que Dios le daba» (Test 14). Hay un enriquecimiento recíproco: el grupo ofrece al nuevo adepto sus ideales y su espiritualidad, y mejores oportunidades para realizarse como cristiano; pero recibe por medio de él nueva inyección de vida y, sobre todo, la sintonía con el clima de la comunidad humana en cada tiempo, esa conexión entre vida y Evangelio que no puede faltar en una familia religiosa. Cada nuevo afiliado debería originar en el grupo una inquietud renovadora, un desasosiego que le obligue a revisar cada día la autenticidad de sus formas de vida y de acción.

Al primer estadio de movimiento carismático, en que el fundador obra fuertemente y los discípulos viven el ideal como un descubrimiento y como una fuerza superior a ellos, sucede una etapa de institucionalización: es el momento de combinar el puro ideal con las realidades de la vida y de la actividad. Una toma de postura necesaria, pero de equilibrio nada fácil. Cuando la institución, en lugar de proyectarse en la vida real, se desliga de ella, se produce algo así como la esclerosis del organismo estructural. Entonces la atención se centra hacia adentro, hacia lo disciplinar y jurídico, hacia las formas. La necesidad de una pedagogía lleva a crear una ascética de familia, convencional. Se refuerzan los lazos colectivos mediante una mayor uniformidad en la observancia. La acción externa se toma como un peligro, la inspiración personal, como un atentado al ritmo comunitario. El juridismo amenaza ahogar el carisma. Y para restaurar la armonía entre carisma e institución se hace necesaria la reforma, con su tanto de rebeldía, ya que los responsables públicos de la institución no es fácil que capten cuándo ésta debe ceder y en qué grado. Toda reforma es una aventura de fe. Y, ¿cabe renovación sin reforma?

Tuesday, May 22, 2012

Diego José de Cadiz, Beato




22 de mayo

Beato Diego José De Cádiz (1743-1801)

Nació en Cádiz en 1743. De jovencito entró en la Orden capuchina. Fue un predicador asombroso; los mayores templos eran incapaces de contener a sus oyentes. Sus dotes oratorias iban acompañadas de singulares gracias del cielo. Se le consideraba apóstol de la misericordia. Escribió numerosas obras. Murió en Ronda en 1801. Lo beatificó León XIII en 1894.

A finales del siglo XVIII, centuria marcada por las corrientes enciclopedistas y regalistas, destacó por las misiones populares, con las que procuró evangelizar la sociedad de su tiempo, el capuchino beato Diego José de Cádiz.

José Francisco López-Caamaño y García Pérez nació en Cádiz el 30 de marzo de 1743. A los quince años vistió el hábito capuchino en Sevilla, tomando el nombre con el que será conocido en la posteridad. Tras algunos altibajos en su vida espiritual, estudiando segundo curso de teología, experimentó una súbita transformación por obra de la gracia divina, imponiéndose una vida metódica de gran perfección, que pronto quedó manifiesta a todos los que le trataban. En 1766 recibió la ordenación sacerdotal.

Dotado de cualidades extraordinarias, dio comienzo a las misiones populares en 1771. En los primeros diez años no hubo población importante de Andalucía que no escuchase su voz. Recorrió durante su vida prácticamente toda la geografía española. En octubre de 1786 emprendió una gira por tierras valencianas. Su verbo elocuente se dejó oír por los pueblos tanto de la Ribera como de la montaña. Y no es extraño encontrarse aún hoy en algún pueblo con el lugar que recuerda donde el fervoroso capuchino predicó la palabra de Dios ante un gran auditorio. Enorme era la conmoción popular que se experimentaba con su predicación. No sólo promovía profunda renovación en la vida religiosa y moral, sino que repercutía también en la vida pública. En sus misiones populares, además de las instrucciones doctrinales y del sermón moral, impartía conferencias especializadas a los niños, jóvenes, hombres y mujeres. Fomentaba la religiosidad popular celebrando procesiones de penitencia y rosarios públicos. Divulgó la devoción a la Virgen en la advocación de la Divina Aurora. Promovió los ejercicios espirituales, como medio de renovación del pueblo cristiano, que se difundieron entre el clero secular y regular, e incluso entre seglares. A pesar del barroquismo propio de la época, se distinguió en su predicación por la sencillez y dignidad. Marcelino Menéndez y Pelayo hace del beato Diego José de Cádiz la figura más representativa de la oratoria religiosa de España después de san Vicente Ferrer y san Juan de Avila.

Fue al encuentro del Señor, después de infatigables trabajos, en Ronda el 24 de marzo de 1801. El Papa León XIII lo beatificó en 1894.

Llamado en su tiempo el beato Diego José de Cádiz el «nuevo san Pablo», tuvo un papel destacado en la vida espiritual de la sociedad de aquella época por su acción santificadora en el clero, en los religiosos y religiosas, y en muchos seglares. Su pródiga correspondencia, de alta calidad espiritual, da testimonio de ello. Fue el gran apóstol de España. En tiempos en que el regalismo y el jansenismo, hizo con su palabra vibrar a las multitudes como ninguno de su tiempo y logró hacerse escuchar por todas las clases sociales.

[A. Llin, Testigos de la fe en Valencia, Valencia 1997, pp. 167-168]



Himno
Hosanna a ti, Señor, porque a los hombres

de todos los sectores de su época

tú enviaste a Fray Diego, como apóstol,

con el fuego y la fe de tus profetas.



Honor a ti, Señor, porque al llamarle

al retiro, a la paz, a la pobreza,

su firme vocación de capuchino

dio sentido total a su existencia.



Bendito seas tú, porque en el cruce

de sus largas campañas evangélicas,

para su afán tenaz de misionero

tu palabra fue siempre luz y fuerza.



Loado seas tú, porque en su vida,

testigo de tu amor sobre la tierra,

para  su empeño libre de ser santo

hermanaste tu gracia con su entrega.



Gloria a ti, Dios eterno, trino y uno:

Padre, Hijo y Espíritu, en tu Iglesia,

porque por ti fray Diego, ya sin término,

es signo de tu amor y tu presencia. Amén.




Saturday, May 19, 2012

Ni Santo ni Profeta: Un Santo Alegre


19 de mayo
De San Crispín de Viterbo (1668-1750)
Un santo alegre
por Julio Micó, o.f.m.cap.

A pesar de que me consideran un santo alegre, la impresión que me queda de mi infancia es la muerte de mi padre, Ubaldo. Menos mal que mi tío Francisco -su hermano- me quería mucho y me envió, primero, a la escuela de los Jesuitas para que aprendiera gramática y, después, me acogió como aprendiz en su taller de zapatero, donde estuve hasta los 25 años en que me fui a los frailes.

Recuerdo que, de pequeño, me daba por ayudar misas y ayunar; y como era de natural delgaducho y enfermizo, mi tío solía decirle a mi madre: «Tú vales para criar pollos, pero no hijos. ¿No ves que el niño no crece porque no come?» Y en adelante él se encargaba de hacerme comer; pero al ver que seguía igual de pequeño y escuchimizado se dio por vencido y le dijo a mi madre: «Déjalo que haga lo que quiera, porque mejor será tener en casa un santo delgado que un pecador gordo».

Capuchino como San Félix

La gota que colmó el vaso para que me decidiera a hacerme Capuchino fue el ver a un grupo de novicios que había bajado a la iglesia con motivo de unas rogativas para pedir la lluvia; pero en realidad ya lo había pensado mucho y había leído y releído la Regla de San Francisco, por lo que mi opción era madura. Además no quería ser sacerdote, sino como San Félix de Cantalicio, hermano laico.

Inmediatamente me fui a hablar con el Provincial, quien me admitió en la Orden, pensando que ya estaba todo superado, pero no fue así. Los primeros que se opusieron fueron mis familiares, empezando por mi madre. La pobre ya era mayor y con una hija soltera a su cargo; además, no comprendía que, habiendo hecho los estudios con los Jesuitas, no quisiera ser sacerdote sino laico. Sin embargo, la decisión estaba tomada. Procuré que las atendieran unas personas del pueblo y me marché al noviciado.

Cual no sería mi sorpresa al comprobar que, a pesar de haberme admitido ya el Provincial, el maestro de novicios se negaba a recibirme. Ante mi insistencia me contestó: «Bueno, si al Provincial le compete el recibir a los novicios, a mí me toca probarlos».

Y bien que me probó. Lo primero que hizo fue darme una azada y enviarme al huerto a cavar mañana y tarde. En vista de que resistía, me mandó como ayudante del limosnero para que cargara con la alforja, a ver si aguantaba las caminatas bajo el sol y la lluvia. Y las aguanté. Por último, no se le ocurrió otra cosa que nombrarme enfermero para que atendiera a un fraile tuberculoso. Parece que no lo hice del todo mal, pues tanto el enfermo como el maestro de novicios se ufanaban, cuando ya eran viejos, de haberme tenido como enfermero y como novicio.

Una vez profesé me enviaron por distintos conventos, hasta que recalé en Orvieto. Allí estuve durante cuarenta años de limosnero; es decir, toda mi vida, pues sólo me llevaron a Roma para morir.

Durante los cincuenta años que estuve con los frailes hice de todo menos de zapatero, que era mi profesión. Fui cocinero, enfermero, hortelano y limosnero; y es que yo no era una bestia para estar en la sombra, sino al fuego y al sol; es decir, que debía estar o en la cocina o en la huerta. Sin embargo la mayoría de mi vida se quemó buscando comida para los frailes y atendiendo las necesidades de la gente.

Pidiendo pan y dando cariño

Lo primero que hacía antes de salir del convento era cantar el Ave, maris stella; después, rosario en mano, me dirigía a la limosna, que, de ordinario, solía hacer pronto. Para ahorrar tiempo le pedía antes al cocinero qué necesitaba, y así me limitaba a pedir solamente lo necesario.

Como había muchos pobres, procuraba dirigir las limosnas que sobraban a una casa del pueblo para que desde allí se redistribuyeran; así satisfacía la solidaridad de los pudientes y la necesidad de los pobres.

Tan convencido estaba de que gran parte de la miseria proviene de la injusticia, que no me podía contener ante los abusos de los patronos para con los trabajadores. Cuando alguno tenía que venir al convento procuraba que lo trataran bien, porque al trabajo hay que ir de buena gana.

Una vez que un defraudador me pidió que rogara por su salud, le contesté que cuando pagase lo que debía a sus acreedores y a su servidumbre entonces pediría a la Virgen que lo curara. Y es que me gustaba visitar a los enfermos y encarcelados; no sólo para darles buenos consejos sino para remediarles, en la medida de mis posibilidades, sus necesidades.

No sé por qué, la gente acudía a mí en busca de remedios y se iba con la sensación de que hacía milagros. Incluso me cortaban trozos del manto para hacerse reliquias; hasta que no pude más y les grité: «Pero ¿qué hacéis? Cuánto mejor sería que le cortaseis la cola a un perro.. . ¿Estáis locos? ¡Tanto alboroto por un asno que pasa!»

Sin embargo no todo era pedir limosna y atender a la gente. Esto era la consecuencia. Mi opción había sido seguir a Jesús y eso conlleva mucho tiempo de estar con él y aprender sus actitudes. Mi devoción a la Virgen me ayudó mucho. Me gustaba exteriorizar mis sentimientos para con ella adornando sus altares. Cuando estuve trabajando de hortelano coloqué una imagen de María en una pequeña cabaña. Delante de ella esparcía restos de semillas y migajas de pan para que se acercasen los pájaros, se alimentasen y cantasen, ya que hubiera querido que todas las criaturas del universo se juntasen para alabar en todo momento a la madre de Dios.

El reuma y la gota acabaron conmigo. Ya no podía casi andar y tuve que retirarme a la enfermería de Roma. Pero allí también la gente venía a buscarme. ¿Por qué la gente acudía a mí si no era ni santo ni profeta?

En el mes de mayo la enfermedad fue a más. Para no estropear la fiesta de San Félix le aseguré al enfermero que no me moriría ni el 17 ni el 18. Y, efectivamente, el Señor me escuchó y me llevó en su compañía el 19 de mayo de 1750.

[El Propagador de las Tres Avemarías (Revista Mariana de los Capuchinos, Valencia), n. 818, mayo-junio de 1999, pp. 7-9]

Friday, May 18, 2012

Jesús, Jesús, amor mío. Róbame el corazón y no me lo devuelvas ya.


 
 
18 de mayo
San Félix de Cantalicio (1515-1587)
por Prudencio de Salvatierra, o.f.m. cap.
 
La Reforma Capuchina tuvo sus comienzos entre turbulencias y malos presagios. Si Dios no la hubiera sostenido, la nueva Orden habría desaparecido apenas nacida. Primero fueron las audacias e intrigas de Ludovico de Fossombrone; poco más tarde, la clamorosa apostasía de Ochino; finalmente, después de graves aprietos, vino a verse con claridad la Providencia del Señor que no cesaba de velar por su obra.

En estas primeras vacilaciones aparece la figura atractiva de San Félix de Cantalicio, la primera flor de santidad que crecía en los claustros de los nuevos monjes. Flor bellísima, de una blancura inmaculada, de un perfume exquisito, y de una lozanía viva y encantadora, San Félix de Cantalicio tiene la pureza de los lirios y la escondida fragancia de las violetas.

San Félix ha llegado a ser, en nuestra Orden Capuchina, el prototipo de la perfección, sobre todo entre los fervorosos hermanos legos. Miles de religiosos, al vestir el hábito capuchino, han hecho en su interior este propósito que encierra y abarca todo el campo espiritual: «Quiero ser otro San Félix.» Cuando San Serafín de Montegranario, San Conrado de Parzham, los Beatos Crispín de Viterbo y Félix de Nicosia y otros santos legos de nuestra Orden abandonaron el mundo para santificarse, aparecía en la meta de sus aspiraciones, como ejemplar sublime de perfección religiosa, la figura atrayente de San Félix de Cantalicio.

Le imitaban en su oración y en su penitencia, le copiaban en la observancia de los votos, en la devoción a la Virgen, en el fervor eucarístico, en la humildad y en la sencillez de la vida, y hasta en el modo de andar y en sus dichos y máximas. El célebre programa de San Félix: «O César o nada», ha sido repetido miles de veces por los novicios de todos nuestros conventos.

San Félix era el capuchino ideal, y todavía sigue siéndolo para todos aquellos que quieren adquirir una perfección acabada en todas las virtudes que florecen en los claustros. En un sentido amplio y puramente ejemplar, puede afirmarse que el verdadero fundador de los Capuchinos, por su influencia y por su amable atractivo, es San Félix de Cantalicio.

* * *

Había nacido en 1515, en el seno de una familia de cristianos labradores. El apellido de su padre era Santo; el de su madre, Santa. ¡Singular y sugestiva coincidencia!

El pueblecito de Cantalicio está en un rincón encantador al pie de los Apeninos. Allí todo convida a la paz del alma, a la meditación y a la poesía. Sin embargo, los habitantes de ese paraíso eran, en la época del nacimiento de San Félix, ariscos y salvajes. Alguien ha podido decir gráficamente que aquel pueblo, «más que madriguera de conejos, era una cueva de leones.» Sólo la familia de nuestro héroe era una excepción y un ejemplo que todos admiraban, pero que muy pocos deseaban imitar.

La virtud del pequeño Félix fue más poderosa que todas las resistencias, y consiguió que los niños y jóvenes de su edad se dejaran arrastrar por el atractivo de una vida pura que irradiaba por todas partes el esplendor de una inmensa piedad. Los muchachos de Cantalicio veían en Félix un futuro santo, y como a tal le reverenciaban y le seguían.

La infancia y juventud de San Félix se deslizaron apaciblemente, como uno de los innumerables arroyuelos de su tierra, hasta los treinta años, en medio de sus campos, sus bueyes y ovejas y sus aperos de labranza. Pocas letras, mucho trabajo y mucha oración.

Las vidas austeras y extrañas de los antiguos Padres del yermo, sus ejemplos y penitencias, fueron para él pan cotidiano y sabroso que nutrió su alma y le hizo concebir parecidos deseos de santidad.

A los doce años, le hallamos en Città Ducale, al servicio de un noble y cristiano caballero llamado Marco Tulio Pichi: Félix lleva al pastoreo las ovejas de su patrón, y empieza una vida de anacoreta y de contemplativo. Le basta una afilada navaja para hacerse un pequeño templo en la corteza de un árbol: con dos cortes profundos sabe dibujar una tosca cruz; y es fácil seguir los pasos del pastorcillo siguiendo la ruta marcada por las innumerables cruces de las encinas. Enfrente de alguna de ellas estará el joven arrodillado y en oración, dándose a veces golpes en el pecho con una piedra, llorando los pecados propios y ajenos, como otro San Jerónimo. Sus compañeros le miran de lejos, escondidos entre los matorrales del bosque, y no se atreven a interrumpir las oraciones de su amigo que parece un serafín bajado del cielo.

Todos saben que Félix habla poco, que es enemigo de murmuraciones y de juegos; pero saben también que siempre anda contento y que su alegría es reflejo de la bondad de su alma.

Oye misa todos los días, con admirable compostura, sacrificando cualquiera ocupación para dedicarse a sus rezos matinales. Come poco y mal; pero aun le parece demasiado; y los días que preceden a las fiestas de la Virgen sabe ejercitar la mortificación dando unos mordiscos menos a los mendrugos que suele llevar en el zurrón.

En el alma de Félix iba naciendo la firme convicción de que Dios le llamaba a una vida más perfecta y retirada; pero no acaba de decidirse ante los apremiantes llamados de la gracia.

* * *

En Città Ducale había un convento de capuchinos de reciente fundación, pero de mucha fama de santidad. Félix visitaba con frecuencia aquel pobre monasterio medio ruinoso y desvencijado, apartado de la ciudad, verdadero palacio de la pobreza, del silencio y de la oración. ¿Quiénes eran aquellos extraños frailes de barbas copiosas y pies desnudos, que se veían en los corredores o en la iglesia, que hablaban poco y rezaban mucho? ¿Y por qué, entre tanta aspereza y rigor, andaban siempre alegres y risueños, con caras de Pascua?

Al joven pastor le gustaban aquellos religiosos de hábito descolorido y remendado; encontraba una celestial poesía en aquel conventito que parecía una choza; y se quedaba extasiado ante una imagen de la Virgen que había en el huerto de los frailes, y que siempre tenía flores frescas a su alrededor.

Félix, si Dios quiere, será capuchino; pero, ¿cuándo y cómo conocerá la voluntad de lo alto?

Un suceso extraordinario le hizo conocer al fin, con absoluta claridad, la voz del Señor que no quería más dilaciones ni más titubeos. Cuentan las crónicas que un día estaba el fornido joven arando el campo de su patrón con una yunta de bueyes. Parece que Félix iba distraído y ensimismado; tal vez, como era su costumbre, totalmente absorto en la oración. De súbito se espantan los animales, dan un fuerte empellón al joven, y cae éste al suelo con tan mala suerte que el arado pasa sobre su cuerpo. Nos figuramos al pobre Félix, asustado y tembloroso, cubrirse los ojos con las manos, ante el horror de la trágica aventura. Los bueyes se detuvieron después de una carrera desordenada; Félix se levantó, y con asombro pudo constatar que el arado no le habla producido el más somero rasguño.

Desde ese momento comenzó la nueva vida. Consideró la milagrosa escapada como un aviso del cielo que le quería para mayores empresas; y al llegar a casa dijo resueltamente a su amo: «Me voy a un convento.»

Y en efecto; a los pocos momentos llamaba a la puerta de los frailes y pedía humildemente el hábito capuchino. El guardián del convento, después de comprobar el verdadero espíritu del candidato, le mandó a Roma, en donde brillaba con luz intensa el P. Bernardino de Asti, el formidable organizador de la naciente Reforma, y una de las más eminentes lumbreras de aquella época agitada.

Félix, antes de partir para Roma, quiso cumplir los deberes de la caridad y de la cortesía con sus parientes, y fue a su pueblo para despedirse definitivamente de todos. Lágrimas y reproches. El joven, de corazón sensible, sintió flaquear sus fuerzas; pero se sobrepuso al instante y emprendió el viaje gritando: «Adiós, adiós; ya no me veréis sino vestido de capuchino.»

Era el año 1544 cuando Fray Félix empezó el noviciado, después de pasar unos meses de prueba en el convento de Antícoli de Campania.

Nuestro joven, que jamás conoció el desaliento, tuvo que pasar terribles pruebas y estorbos que parecían inventados por el mismo Lucifer para impedir su vocación. Una fiebre pertinaz y un decaimiento de todas sus energías postraron al novicio en el duro jergón de su celda, y obligaron a sus superiores a mandarle al convento de Monte San Juan Campano, lugar elevado y alegre, donde corría un aire saludable.

Fray Félix comprendió muy pronto que su enfermedad era más bien una tentación solapada, y se propuso vencerla rápidamente. Un día se levantó del lecho y declaró al Padre Guardián que «ya no tenía nada.»

En efecto, comenzó a trabajar valientemente, ayunando al mismo tiempo tanto y más que los otros, levantándose a los maitines de medianoche, y madrugando para ir el primero a la oración. La enfermedad huyó de su cuerpo completamente derrotada, y ya no volvió a visitar a Fray Félix hasta sus últimos días.

El animoso novicio debió de leer en alguna parte esta frase que se le quedó profundamente grabada en la memoria: «O César o nada»; y desde entonces, cada vez que sentía los embates de una tentación, cobraba nuevos ánimos repitiendo estas palabras favoritas.

Después de la profesión solemne, fue mandado al convento de Tívoli, donde vivió tres años dando pruebas de un espíritu admirable de piedad y de penitencia, y haciéndose querer de todos por su afable caridad. De Tívoli, pasó a Roma, destinado a ser el limosnero de la comunidad, oficio penoso y difícil, que exige de los que lo practican una dosis no pequeña de humildad, de sacrificio y otras muchas virtudes.

* * *

Aquí comienza la verdadera vida de nuestro gran santo. Limosnero del convento de Roma, viósele todos los días, durante más de treinta y nueve años, recorrer la ciudad con sus alforjas al hombro, y como él decía, «con los ojos en la tierra, las manos en la manga y el corazón en el cielo.»

Apenas Fray Félix entró por la puerta del noviciado, puede decirse que para él se acabó el mundo, que se le murieron los parientes, que no hubo para su alma más anhelos que servir al Señor.

Con ese único pensar, explícanse fácilmente sus continuas y nunca interrumpidas oraciones, sus penitencias que ponen pavor al que las lee, su pobreza que muchos llamarían exagerada, su castidad deliciosa y sin mácula, su humildad profundísima, su vivir en el cielo aunque todavía pisaba la tierra.

El genial pincel de Murillo nos ha dejado un lienzo de San Félix, que sintetiza admirablemente toda esa vida de oración y trabajo. Aparece el humilde lego capuchino de rodillas, recibiendo de manos de la Virgen Madre al Niño Jesús. Es una escena encantadora: Fray Félix está radiante de felicidad, y se dispone a estrechar contra su pecho al divino Niño que comienza a jugar con las blanquísimas barbas de su viejo amigo. En el suelo, cerca del santo, se ven las alforjas, el símbolo de su vida de limosnero.

A veces iba el humilde fraile pidiendo el pan para sus hermanos por entre apretadas muchedumbres. Para abrirse paso en medio de aquel gentío, le bastaba el donaire de su saludo: «Deo gratias... ¡Paso al jumento de los Capuchinos!»

Durante cerca de cuarenta años vio el pueblo de Roma pasar todos los días por sus calles al pequeño Fray Félix, recogiendo en sus alforjas los mendrugos de pan y los manojillos de verduras que la caridad de los romanos le entregaba para el convento. Eso era lo único que pedía, y jamás admitió un solo maravedí. Un día iba pidiendo limosna, como de costumbre, cuando sintió de repente un cansancio abrumador y un peso incomportable en sus espaldas. Detúvose para respirar un poco, y revisó atentamente el contenido de sus alforjas: en el fondo de una de ellas divisó algo que le pareció la sonrisa burlona del demonio: una monedilla de plata que alguna mano caritativa había dejado descuidadamente. –«Este es el peso maldito que no me deja caminar»– pensó fray Félix; y sacudiendo las alforjas, dejó caer en el suelo la moneda, y huyó de allí con toda su carga de pan, ágil como un muchacho.

En su boca se veía siempre una oración para Dios, una palabra de caridad para todos y una burla para los asaltos de Luzbel.

Si alguien se atrevía a insultarle, fray Félix agradecía las injurias con una inclinación de cabeza y replicaba risueño: «Que Dios te haga un santo»; con lo que el culpable quedaba desarmado y conmovido.

En los días de mucho frío, cuando los demás religiosos se acercaban al fuego, fray Félix huía de allí para no caer en el pecado fácil de la murmuración, y solía decir a su cuerpo aterido: «Lejos, lejos del fuego, hermano asno; porque San Pedro, estando junto a una hoguera, negó a su Maestro.»

* * *

En las calles de Roma, fray Félix parecía el abuelo de todos los niños de la ciudad. Sus grandes y mejores amigos fueron los rapazuelos vagabundos. Ver al santo viejo y acudir a él un tropel de chiquillos vocingleros era todo uno. Entonces fray Félix estaba en sus glorias, y no podía disimular su felicidad. Dejaba que unos le dieran tirones en el hábito, que otros hurgasen en las alforjas; y no faltaban atrevidos que jugasen con sus barbas o con su capucha y se reían de él con bulliciosas carcajadas. El humilde viejo, entre burlas y donaires, aprovechaba la ocasión para enseñarles el catecismo, para darles consejos de moral y de religión, y les hacía prometer obediencia a sus padres, la misa del domingo, rezos a la Virgen, y todo cuanto quería, porque su palabra era irresistible. También solía darles su poquito de reprensión y de queja que siempre eran recibidas sin protestar por aquella turba de diablejos.

La alegría característica de fray Félix se hermanaba con un exquisito oído musical y una agradable voz de barítono; y sabía e inventaba toda clase de coplas religiosas que los niños de la calle eran los primeros en aprender; canciones que, en fuerza de ser repetidas por los barrios a todo pulmón, se convertían prontamente en la música de moda de toda la ciudad.

Dentro del convento sabía unir, por modo maravilloso, la alegría con el silencio, el trabajo con la oración. Su compañero fray Domingo atestiguó que «Félix era avaro en sus palabras, pero lo poco que decía era siempre bueno.» Un día entró en la celda de un fraile enfermo, a quien los médicos habían desahuciado. Fray Félix, con voces de simpático reproche, le dijo: «Vamos, perezoso, levántate; lo que a ti te conviene es un poco de ejercicio y el aire puro del huerto.» El enfermo se levantó completamente sano.

Los niños y los pobres fueron durante toda la vida de San Félix, el campo predilecto de su fecundo apostolado. Pero tampoco faltaron los grandes y poderosos. El Cardenal San Carlos Borromeo, sapientísimo Obispo de Milán, llegó un día hasta la misma celda del lego capuchino, solicitando de él algunos consejos para la reforma de su clero diocesano. No se arredró San Félix en tan arduo trance; cerró un momento los ojos, como consultando el caso con Dios, y dirigiéndose luego al Cardenal le dijo: «Eminencia, que los curas recen devotamente el oficio divino. No hay nada más eficaz que la oración para la reforma del espíritu.»

Al Cardenal de la Orden franciscana, Montalto, días antes de ser elegido para el Sumo Pontificado con el nombre de Sixto V, le dijo fray Félix muy valiente: «Cuando seas Papa, pórtate como tal para gloria de Dios y bien de la Iglesia; porque si no, sería mejor que te quedaras de simple fraile.»

Este mismo Papa tuvo siempre mucha amistad con nuestro santo, y gustaba de encontrarle en la calle para saludarle afectuosamente. Si fray Félix andaba en sus trabajos de limosnero, el Sumo Pontífice le pedía un poco del pan que había recogido, y luego lo comía en su palacio con indecible devoción. Un día estaba escogiendo fray Félix el mejor panecillo de sus alforjas para dárselo al Papa, y éste le dijo: «No haga distinción, hermanito; déme lo primero que salga.» Lo primero que salió fue un mendrugo que parecía un carbón por lo negro y por lo duro; y el santo limosnero no pudiendo reprimir una sonrisa de ingenuidad, lo puso en las manos del Pontífice, añadiendo: «Tenga paciencia, Santo Padre; también vuestra Santidad ha sido fraile.»

La caridad de fray Félix no conocía límites ni distinciones. De su pobre limosna solía repartir entre los pobres todo lo que la obediencia le permitía, y hasta los pajarillos del aire y los perros de la calle participaban con frecuencia del tesoro de sus alforjas.

Hubo en 1580 una fuerte epidemia en Roma. Fray Félix pidió a Dios que le librara del azote, para poder dedicarse en cuerpo y alma al cuidado de los enfermos. Su oración fue escuchada, y el santo anduvo muchos días visitando las casas y los hospitales, socorriendo a los más necesitados, inventando consuelos y remedios con la ingeniosa caridad de una madre; y cuando los cuidados materiales no bastaban, la oración de fray Félix suplía con el milagro la ineficacia de las medicinas.

* * *

La vida religiosa era para nuestro santo la idea central de su espíritu, y consiguió una perfección ejemplar en el cumplimiento de los tres votos monásticos: obediente, sin vacilaciones ni resistencias; pobre, hasta los límites del más absoluto desprendimiento; casto, con la inocencia del que no ha conocido derrotas ni sabe lo que es la malicia de la pasión.

Otro de los rasgos netamente franciscanos de San Félix era su respeto al sacerdote; rasgo que mil fervorosos hermanos legos copiarán solícitos, como un homenaje a la dignidad más sublime de la tierra.

Hay una palabra en lenguaje místico, que el mundo frívolo no acabará jamás de comprender: la santa simplicidad. Esta virtud que con frecuencia encontramos en las almas virtuosas, no es, como algunos piensan, la tontería mística, la pobreza de inteligencia o la nulidad de valer espiritual. La simplicidad de los santos es sinónima del candor e ingenuidad de las almas perfectas, para las cuales el mundo y todas sus vanidades «son como si no fueran»; la opinión de los hombres no cuenta para nada en las miras de los que practican esta altísima virtud; los desprecios y las burlas, lejos de ser aborrecibles, son fuente de ganancias y de méritos. Es la sublime simplicidad que hacía exclamar a San Pablo: «Nos stulti propter Christum»: «Somos juzgados como estúpidos por causa de Cristo.» (1 Cor 4,10).

Uno de los ejemplares más acabados de esta santa simplicidad es nuestro San Félix. Para él nada valían los honores, nada las riquezas, nada la sabiduría mundana; por lo contrario, hay en su alma una especie de hambre nunca saciada de ultrajes, privaciones y dolores. Así se explica aquel buscar en todas partes y ocasiones la humillación, aquella vida como de mendigo, llevando la clásica pobreza capuchina a límites insospechados, y aquella maravillosa «ciencia de la cruz» que él resumía tan poéticamente en unas frases que se han hecho famosas: «Toda mi ciencia está encerrada en un librito de seis letras: cinco rojas, las llagas de Cristo; y una blanca, la Virgen Inmaculada.» Así compendiaba San Félix la divina sabiduría de su espíritu.

Es célebre en la historia de nuestro santo la profunda y entrañable amistad que tuvo con el gran San Felipe Neri, fundador del Oratorio. No olvidemos lo que acabamos de decir acerca de la divina simplicidad de los santos, para comprender mejor los hechos que, a este propósito, vamos a narrar.

Los dos santos amigos habían penetrado profundamente en la doctrina del desprecio de sí mismos, anhelaban con ardor sufrir injurias y vejámenes por Cristo para ganar los tesoros riquísimos de la humildad. Y se ayudaban mutuamente en estas ganancias. Si se permite la frase, podríamos decir que «tenían el negocio a medias.»

En cierta ocasión se encontraron los dos en una plaza muy concurrida y animada. Fray Félix, al momento, se hincó de rodillas para recibir la bendición de su santo amigo. Un grupo de curiosos comenzó a sonreír al ver al capuchino postrado en medio de la calle. Pero luego las sonrisas se trocaron en burlas y carcajadas cuando vieron que Felipe Neri se arrodillaba también enfrente del humilde lego pidiéndole la misma gracia. Y comenzó entonces la más regocijada y desconcertante disputa sobre quién era el más indigno de bendecir al otro. Un abrazo terminó la curiosísima contienda. Las burlas de los transeúntes no hicieron mella en los dos santos: precisamente, eso era lo que buscaban.

Otro día topáronse los dos en una calle. San Felipe, que conocía muy bien el valor de fray Félix y su deseo de desprecios, se quitó rápidamente su enorme sombrero negro y se lo encasquetó a su amigo hasta las orejas, diciéndole al mismo tiempo: «Vete a dar una vueltecita por la ciudad.» Fray Félix, ni corto ni perezoso, siguió su camino tranquilamente, provocando a su paso, con tan grotesca indumentaria, una clamorosa explosión de regocijo. Al volver a donde le esperaba San Felipe, le dijo mirándole con ingenua picardía: «En pago de lo que me has hecho ganar con tu hermoso sombrero, te mando que bebas un trago de vino de esta botella, aquí, delante de todos.» San Felipe tomó la botella que le ofrecía su amigo..., y se ganó tan buena cosecha de burlas como fray Félix.

Los saludos que ambos solían dirigirse al encontrarse no eran muy conformes a la moda de ningún tiempo y a la buena cortesía mundana; pero para ellos era cuanto había que pedir. Habían conversado muchas veces de la inefable dicha de los mártires que pueden ofrecer a Dios tan elocuentes pruebas de fe y de amor. «Yo –decía fray Félix– sería el hombre más dichoso de la tierra, si pudiera morir quemado por el amor de Cristo. «Pues yo –le respondía Felipe– pido todos los días al Señor que me conceda ser ahorcado en su nombre.»

De estas conversaciones y deseos nacieron aquellos saludos que mutuamente se dedicaban: «Buenos días fray Félix. ¡Ojalá te quemen por amor de tu Dios!» –«Salud, Felipe. ¡Ojalá te apaleen y te descuarticen en el nombre de Cristo!»

Un día iba San Felipe Neri por la ciudad, caballero en una vieja mula. De repente se encuentra con su santo amigo y le dice: «¿Qué te parece, fray Félix? ¿Has visto nunca más excelente jinete?» Y el santo limosnero, para hacerle rabiar un poco, le contestó: «Me parece, me parece que lo que estoy viendo es... un burro a caballo.» –«¡Me la ganaste!»– contestó San Felipe, siguiendo su camino. Y fray Félix le gritó riéndose con todas sus ganas: «Paciencia, Padre; ¡y buen viaje!»

¡Extrañas ocurrencias de los enamorados de la Cruz!

Los dos santos amigos, lejos de escandalizar a las gentes sencillas con aquellas palabras de fingido desprecio, llegaron a ser los personajes más populares y venerados de la ciudad; y las mismas bromas que con tanto ingenio solían hacerse, se repetían con admiración en todas partes, como lecciones prácticas de espíritu evangélico.

* * *

La devoción de fray Félix a la Virgen María es uno de los aspectos más notables y delicados de su figura espiritual, y lleva en sí la explicación de aquella inalterable alegría que da a nuestro primer santo capuchino una aureola de simpatía y un excepcional atractivo.

Cuando salía del convento, empezaba a rezar el rosario, y sólo lo interrumpía momentáneamente para saludar o para pedir la limosna. Al encontrar en la calla alguna de las muchas imágenes de María que había por toda la ciudad, se le iban los ojos hacia su Reina, la saludaba cariñosamente y le solía decir: «Querida Madre, os recomiendo que os acordéis del pobre fray Félix; yo deseo amaros como buen hijo; pero vos, como buena Madre, no apartéis de mí vuestra mano piadosa, porque soy como los niños pequeños que no pueden dar un paso sin la ayuda de su madre.»

Un día, el célebre predicador capuchino Alfonso Lobo fue a la iglesia del convento para observar lo que hacía fray Félix, de cuya santidad deseaba cerciorarse. El santo hermano estaba arrodillado ante el altar mayor, rodeado de una claridad celestial, extático, pronunciando palabras temblorosas, a manera de débiles quejidos. De súbito, los resplandores misteriosos se hicieron más intensos, y el Padre Lobo pudo ver, con pasmo de sus ojos, que aparecía la Virgen Santísima, y que, acercándose a fray Félix, le entregaba el divino Niño para que lo acariciara.

Esa es la escena que inmortalizó Murillo.

* * *

Así, en una atmósfera de silencio y humildad, envuelto en trabajos y fervores, el bueno de fray Félix fue haciéndose viejo, al mismo tiempo que su alma tocaba los lindes de la perfección.

Un día se preparaba a emprender sus acostumbrados trabajos, cuando notó que su férrea energía le abandonaba. «El pobre jumento ya no caminará más», exclamó proféticamente. En efecto, era el último capítulo de una vida larga y hermosa.

No perdió el enfermo su inalterable buen humor. La muerte parecía para él la más interesante aventura, una regalada esperanza, detrás de la cual no hay más que triunfos y dichas. Era el corredor que llegaba victorioso a la meta. «Bonum certamen certavi, fidem servavi.»: «He peleado en buena batalla, he guardado mi fe

Eran los días en que se celebraba en el convento de Roma el Capítulo General de la Orden. Aquellos venerables religiosos, que habían llegado de todas las provincias capuchinas, pudieron ser testigos de la santa muerte de fray Félix. La estrecha y pobre celdilla no podía contener a todos los que deseaban escuchar las postreras palabras de aquel anciano que agonizaba envuelto en transportes de amor divino. Uno de los padres, el célebre predicador Matías Bellintani de Saló, orador elegante y literato galano, se acercó al santo moribundo y le preguntó: «¿Me conoces, fray Félix?» El enfermo abrió los ojos y contestó sonriendo: «Te conozco, te conozco, mayo florido.» A veces, los ojos del moribundo se clavaban largo rato en el cielo y su rostro se iluminaba de felicidad. Los frailes le preguntaban qué era lo que veía, y fray Félix contestó una vez: «Veo a mi Señora rodeada de ángeles que vienen a llevar mi alma al paraíso.»

Pasó cantando las últimas fatigas de la enfermedad, y en una de sus canciones originales voló a los cielos.

«Amor mio, Gesù, Gesù, il mio cor deh! prendi tu, nè ridarmelo mai più».

«Jesús, Jesús, amor mío. Róbame el corazón y no me lo devuelvas ya.»

* * *

Un cronista de nuestra Orden, nos ha dejado este prolijo retrato de San Félix: «Fue bajo de cuerpo, pero grueso decentemente, y robusto. La frente espaciosa y arrugada, las narices abiertas, la cabeza algo grande, los ojos vivos y de color que tiraba a negro; la boca no afeminada, sino grave y viril; el rostro alegre, y lleno de arrugas; la barba no larga, sino inculta y espesa; la voz apacible y sonora; el lenguaje de tal calidad, que aunque rústico, por ser simple y humilde, convertía en hermosa la rusticidad.»

«En divulgándose su muerte por Roma, acudieron al convento de los Capuchinos cuantos Príncipes y caballeros ilustres había en ella...; entraron en su celda; saqueáronla, tomando de lo que encontraron allí, que fue una manta rota, las tablas que le servían de cama, el colchón y sábana que tenía por la enfermedad, una mesilla, unas alforjas, y unas sandalias. Finalmente, era tanta la devoción y el concepto de la santidad del varón bendito, que aun barrieron la celda, y el polvo y basura se llevaron para reliquias.»



Prudencio de Salvatierra, OFMCap, San Félix de Cantalicio, en Las grandes figuras capuchinas. Madrid, Ed. Studium, 1957, 2.ª ed.; pp. 17-33.