Saturday, June 2, 2012


2 de junio
SAN FÉLIX DE NICOSIA (1715-1787)



Nació el año 1715 en Nicosia (Sicilia), en el seno de una familia humilde y muy religiosa. Pronto tuvo que trabajar en el oficio de su difunto padre, que era zapatero, para subvenir a los suyos. Tras recibir varias negativas, consiguió ser admitido en la Orden capuchina. Hecha la profesión, lo enviaron al convento de su pueblo, donde por espacio de más de cuarenta años ejerció el oficio de limosnero, desarrollando un intenso apostolado popular e itinerante, entre gentes de todas las clases. Era analfabeto, pero tenía la ciencia de la caridad y de la humildad. Sus mayores devociones fueron la pasión de Cristo, la Eucaristía y la Virgen de los Dolores. Realizó siempre trabajos humildes y destacó por su obediencia y paciencia, espíritu de sacrificio y amor a los niños y a los pobres y enfermos. Murió el 31 de mayo de 1787 en Nicosia. Lo canonizó Benedicto XVI el año 2005, y su fiesta se celebra el 2 de junio.

San Félix (en el siglo, Filippo Giacomo Amoroso) nació en Nicosia el 5 de noviembre de 1715. Su padre era zapatero remendón y él mismo trabajó desde joven en una zapatería. Muy piadoso y religioso desde su infancia, aspiraba a la vida religiosa y, cuando murieron sus padres, acudió a los capuchinos solicitando el ingreso, pero no fue admitido. Perseveró en su pretensión durante años hasta que fue admitido en 1743 en el convento de Mistretta, donde hizo la profesión religiosa como hermano lego y tomó el nombre de fray Félix de Nicosia.

Enviado al convento de Nicosia, acompañó primero al hermano limosnero por las calles de la ciudad y luego fue hortelano, cocinero, zapatero, enfermero, portero y sobre todo, durante más de cuarenta años, limosnero, oficio éste que le permitió ponerse en contacto con mucha gente a la que edificó e hizo mucho bien. Su exquisita espiritualidad y grandes virtudes, como la humildad, la mansedumbre, la caridad, atrajeron hacia él la atención de los fieles, que se encomendaban a sus oraciones y decían recibir de Dios por medio de ellas grandes favores, incluso milagros. El guardián del convento sometió muchas veces a prueba su obediencia y humildad, comprobando que fray Félix era en efecto tan santo como parecía. Llevaba una vida austerísima, con grandes ayunos y mortificaciones. Devotísimo de la eucaristía, se pasaba no pocas horas de la noche ante el sagrario, y era asimismo muy fervorosa su devoción a la Virgen María.

Lleno de méritos murió en su convento de Nicosia el 31 de mayo de 1787. Fue beatificado por el papa León XIII el 12 de febrero de 1888, y canonizado por el papa Benedicto XVI el 23 de octubre de 2005.

[Cf. Año cristiano de la BAC, tomo V, 2004; 31 de mayo, 743-4]

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SAN FÉLIX DE NICOSIA (1715-1787)

San Félix nació en Nicosia (Sicilia, Italia) el 5 de noviembre de 1715, en una familia pobre, pero muy religiosa. Fue bautizado ese mismo día con los nombres de Filippo Giacomo. Su padre, zapatero de oficio, murió un mes antes de que él naciera.

Como la mayor parte de los niños pobres sicilianos de ese tiempo, no fue a la escuela. Ejerció también él desde niño el oficio de zapatero.

La cercanía de un convento de capuchinos le permitió visitar con frecuencia a la comunidad y conocer a los religiosos. Se sintió cada vez más atraído por su vida: alegría, austeridad, pobreza, penitencia, oración, caridad y espíritu misionero.

A los veinte años pidió al superior del convento de Nicosia que intercediera ante el padre provincial para que fuera aceptado en la Orden como lego, pues, al ser analfabeto, no podía ser admitido como clérigo, y sobre todo porque ese estado correspondía más a su índole sencilla y humilde. No fue aceptado ni entonces ni a lo largo de ocho años, a pesar de sus repetidas solicitudes. Pero no perdió la esperanza.

En 1743, cuando supo que el padre provincial de Mesina se encontraba de visita en Nicosia, pidió hablar personalmente con él para exponerle su deseo. Al fin, el provincial lo admitió en la Orden.

El 10 de octubre de 1743, en el convento de Mistretta, comenzó su noviciado, tomando el nombre de Félix. Fue para él un año de ejercicio de las virtudes particularmente intenso. Destacó por su obediencia, por su sencillez, por su amor a la mortificación y por su paciencia.

Hizo su profesión el 10 de octubre de 1774 y lo mandaron al convento de Nicosia.

Ejerció el oficio de limosnero. Cada día recorría las calles del pueblo llamando a las puertas de los ricos, invitándolos a compartir sus bienes, y a las de los pobres, para ofrecerles ayuda en sus necesidades. Siempre daba las gracias, tanto cuando le hacían donativos como cuando lo rechazaban de mala manera, diciendo: «Sea por amor de Dios».

Aunque era analfabeto, conocía bien la sagrada Escritura y la doctrina cristiana, pues se esforzaba por retener en la memoria los pasajes bíblicos y los textos de libros edificantes que se leían en el convento durante la comida; también retenía lo que escuchaba durante las predicaciones en las iglesias de Nicosia.

Fue muy devoto de Jesús crucificado. Los viernes contemplaba la pasión y muerte de Jesucristo; todos los viernes de marzo ayunaba a pan y agua, y pasaba mucho tiempo en el coro con los brazos en cruz, meditando ante el crucifijo.

Tenía particular devoción a la Eucaristía. Pasaba horas ante el sagrario, incluso después de llegar muy cansado de los trabajos del día. Veneraba con ternura a la Madre de Dios.

Aunque se encontrara débil o enfermo a causa de las duras penitencias y mortificaciones, siempre estaba dispuesto a cualquier forma de servicio, sobre todo en la enfermería del convento.

Mientras trabajaba en el huerto, le sobrevino una fiebre violenta. Su superior, por obediencia, lo mandó a la cama. Al médico que le recetó medicinas le dijo que eran inútiles, pues se trataba de su última enfermedad. Y así fue. Murió el 31 de mayo de 1787. Fue beatificado por el papa León XIII el 12 de febrero de 1888, y canonizado por Benedicto XVI el 23 de octubre de 2005.

[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 21-X-05]

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De la homilía de Benedicto XVI en la misa de canonización (23-X-2005)

San Félix de Nicosia solía repetir en todas las circunstancias, alegres o tristes: «Sea por amor de Dios». Así podemos comprender bien cuán intensa y concreta era en él la experiencia del amor de Dios revelado a los hombres en Cristo. Este humilde fraile capuchino, hijo ilustre de la tierra de Sicilia, austero y penitente, fiel a las expresiones más auténticas de la tradición franciscana, fue plasmado y transformado gradualmente por el amor de Dios, vivido y actualizado en el amor al prójimo. Fray Félix nos ayuda a descubrir el valor de las pequeñas cosas que enriquecen la vida, y nos enseña a captar el sentido de la familia y del servicio a los hermanos, mostrándonos que la alegría verdadera y duradera, que anhela el corazón de todo ser humano, es fruto del amor.

[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 28-X-05]

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Del discurso de Benedicto XVI a los peregrinos que fueron a Roma para la canonización (24-X-2005)

Os saludo ahora a vosotros, que habéis venido para participar en la canonización de Félix de Nicosia y, en particular, a los Frailes Menores Capuchinos y al numeroso grupo de peregrinos provenientes de Sicilia. Queridos hermanos y hermanas, el nuevo santo no sólo representa las características más notables y arraigadas de vuestra tierra, sino que también enriquece, con su existencia impregnada totalmente por el Evangelio, la larga tradición de santidad y de cultura cristiana que ha florecido desde la antigüedad en la isla. En un mundo fuertemente tentado por la búsqueda de la apariencia y del bienestar egoísta, san Félix recuerda a todos que la alegría verdadera se esconde a menudo en las pequeñas cosas, y se alcanza cumpliendo el deber diario con espíritu de servicio. Deseo de corazón que, con su ayuda y su intercesión, hagáis vuestro el gran mensaje de fe y de espiritualidad que aún hoy el santo de Nicosia sigue enviando a sus hermanos y a todos los fieles: adherirse cada vez más profundamente a la voluntad de Dios, para encontrar en ella paz verdadera, realización plena de sí mismo y alegría perfecta.

[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 28-X-05]

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SAN FÉLIX DE NICOSIA (1715-1787)

por Prudencio de Salvatierra, o.f.m.cap.

El pueblecito de Nicosia está en la región central de la isla de Sicilia: es una de las aldeas más tranquilas y agrestes, un rincón poético rodeado de olivos y de viñas, oreado por las lejanas brisas mediterráneas y embellecido por las costumbres patriarcales de sus moradores.

Felipe Amoroso es uno de los zapateros de la localidad; desde la calle se le ve encorvado sobre su trabajo, cantando o silbando al compás de la lezna y el martillo, interrumpiendo a veces su labor para elevar al cielo una mirada o una corta oración, charlando con sus clientes o con su mujer, Carmela Pirro, que es tan honrada como su marido y tan locuaz y piadosa como él.

El zapatero y su esposa son modelos de obreros cristianos: los días de fiesta, vestidos ambos con sus mejores trapitos, van a la misa mayor de la parroquia, se confiesan y comulgan devotamente, y pasan el día ocupados en la oración y en el cuidado espiritual de sus hijos. Toda la familia sabe sobrellevar la pobreza de su humilde situación con la alegría de las almas justas que ponen su suerte en las manos de la divina Providencia.

Uno de los hijos, Santiago, el futuro fray Félix, va dando pruebas de una virtud cada día más sólida y más bella. Sus mismos padres se admiran de la sumisión perfecta que el muchacho demuestra en los más pesados trabajos; sus compañeros y hermanos intentan copiar la pureza de sus costumbres y la corrección de sus palabras; y en todo el pueblo se comienza a elogiar la conducta del pequeño Santiago, que suele estar largo rato inmóvil y sin pestañear ante el sagrario de la iglesia, que sabe el catecismo mejor que los ancianos de Nicosia, y que habla de la Virgen con una elocuencia prodigiosa ante la cual palidecen los mismos sermones del señor cura.

La infancia de Santiago transcurrió en el taller del maestro zapatero Juan Ciavarelli, en compañía de otros jóvenes aprendices, entre los cuales ejercitaba un suave e intenso apostolado. Les aconsejaba ser humildes y obedientes, y les daba un ejemplo constante de esas virtudes; les hacía rezar el santo rosario todas las tardes en el taller; les daba alientos o les reprendía dulcemente cuando cometían alguna falta. El zapatero y sus discípulos llegaron a querer a Santiago como a un hijo y a un hermano, lo cual no era obstáculo para que, a veces, se mofaran de sus devociones que les parecían inútiles o exageradas. A todas las burlas contestaba el joven con una sonrisa de tolerancia y con una frase que se hizo familiar entre sus compañeros: «Sea por amor de Dios»; palabras que seguramente había leído en alguna vida de los santos franciscanos.

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A los veintiún años de edad pide el hábito capuchino; pero tiene que sufrir siete años de negativas, hasta que es admitido en el noviciado de Mistretta el año 1743.

Los múltiples aspectos de la virtud de fray Félix, desde el día en que vistió el sayal franciscano, se resumen en una inefable paciencia que nuestro santo mantuvo intacta hasta el momento de su muerte, a través de un largo y espinoso camino de contrariedades, insultos y desdenes. Fray Félix puede ostentar el título de «mártir de la paciencia»; y no creemos exagerar al decir que constituye, dentro del catolicismo, un ejemplo típico de esta virtud, parecido al del patriarca Job en la antigüedad.

Es difícil encontrar un alma más probada en toda clase de contrariedades. Sólo por un providencial designio de Dios se puede comprender que hasta los mismos superiores, hombres de eminente virtud por otra parte, hicieran un papel tan desagradable y molesto al someter al buen fray Félix a un martirio continuado de humillaciones y reproches. Algunos, como el padre Macario de Nicosia, religioso excelente y guardián del mismo convento durante muchos años, se nos presentan como seres diabólicos empeñados en torturar sistemáticamente a nuestro santo.

El secreto de la mansedumbre inalterable de fray Félix estaba sin duda en su profunda humildad, en la idea que tenía de sí mismo y que le hacía exclamar: «Yo soy un religioso verdaderamente inútil y miserable, y es preciso que el superior me tolere en el convento por el amor de Dios». Otro de sus dichos era éste: «Las alabanzas o los vituperios no pueden hacer ninguna mella en mi corazón. Acepto gustoso todos los desprecios, como cosa que conviene a mis culpas y a mi inutilidad». Y añadía con mucho donaire: «No me llaméis fray Félix, sino fray Miseria; el padre superior me ha dicho muchas veces que no valgo para nada».

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En aquella época, en las tres provincias capuchinas de Sicilia, las de Palermo, Siracusa y Mesina, había una multitud de santos religiosos, notables por su espíritu netamente franciscano y por los prodigios que de ellos se contaban. Fray Félix llegó a distinguirse entre aquellos astros de primera magnitud, y sus dichos y ejemplos corrían por los conventos en boca de todos.

Terminado el año del noviciado, fray Félix fue mandado al convento de su pueblo natal, y en Nicosia vivió los cuarenta y tres años de su vida religiosa, sin salir jamás de los contornos de la población y aldeas vecinas.

Se propuso firmemente reproducir en sí mismo la vida de su tocayo y modelo san Félix de Cantalicio, y veremos que lo consiguió por manera admirable.

La vida de san Félix de Nicosia es muy parecida a la transparencia y quietud de un lago, en cuya superficie se retratan los cielos y en cuyas orillas crecen las flores más variadas y fragantes y cantan los pajarillos con gorjeos cristalinos. A veces, una mano imprudente o curiosa se atreve a lanzar una piedra sobre el reposo de las aguas, y el lago se estremece durante algunos instantes, vibra en círculos concéntricos que le dan una nueva hermosura y vuelve al cabo a su primera serenidad, como si jamás sus entrañas hubieran sido removidas por una repentina conmoción.

Así es el alma de fray Félix: transparencia, tranquilidad, hermosura y alegría. Los cielos se reflejan en el encanto de este corazón lleno de virtudes. Hay días de turbulencia y de alteración que él mismo se encarga de hacer más bellos por la mansedumbre con que vence todas las dificultades. Una palabra injusta, un castigo inmerecido, un desprecio, que en otras almas levantarían tempestades y producirían rayos y truenos, en el alma de fray Félix hacen irradiar los graciosos movimientos de su heroísmo, para volver rápidamente a la sagrada práctica de la santidad.

Nadie puede hacerle perder la paciencia de su vivir: ni los superiores con sus estudiadas injusticias, ni los otros religiosos con sus fingidos desdenes, ni los demonios con sus bravos y frecuentes ataques. Cuando un alma como ésta vive absorta en Dios, los vendavales de la tierra no alcanzan a turbar su vuelo majestuoso.

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Las palabras de fray Félix son pocas y escogidas, tienen un sentido y una hondura espiritual que convidan a la meditación; los religiosos las aprenden de memoria, las escriben al margen de sus devocionarios y las repiten en los momentos oportunos. Veamos algunas de sus máximas:

-- «El claustro es una roca fortificada, de la cual se sube al cielo por la escala difícil de la cruz».

-- «El demonio se llena de ira cuando nosotros castigamos nuestro cuerpo, y tiene mucho miedo a las mortificaciones».

-- «Por cierto que Dios es infinitamente bueno conmigo; pero yo, siempre y en todo, echo a perder la obra de su gracia».

-- «Sabed que la Virgen María, de todas las ofrendas y donativos, prefiere y desea nuestra alma y nuestra salvación».

Fray Félix no es literato ni predicador; es un hermano lego que apenas ha saludado la gramática. Pero su vida es intensa en fervores, sabe amar a Dios y al prójimo, sabe dejarse llevar por la obediencia como un cordero, y sobre todo ha aprendido muy bien la ciencia maravillosa y profunda de la cruz de Cristo.

Los bienes y comodidades de este mundo, los bajos apetitos de los sentidos y las frívolas aspiraciones de lo que es esencialmente pasajero y caduco no tienen cabida en este corazón lleno de anhelos eternos, entregado totalmente a la voluntad de Dios.

Fray Félix es pobre, alegremente, evangélicamente pobre. Nunca se ha puesto un hábito nuevo, ni sabe lo que son unas sandalias suaves y primorosas. En su celda, que más parece rincón abandonado, hay dos papeles pegados a la pared: uno con la imagen de Cristo Crucificado y otro con la Virgen de los Dolores. La cama es un saco lleno de sarmientos retorcidos, y la almohada un tronco duro y nudoso. Cuando sale de viaje por los pueblos vecinos para pedir limosna, Dios tiene que hacer frecuentes milagros para que fray Félix no se muera de hambre, porque en sus alforjas no lleva ni un pedazo de pan para el camino.

Es obediente de corazón, y lo será hasta el último momento de la vida. Cuando tiene que hablar con su superior, se pone de rodillas, con la humildad de un serafín ante el trono del Eterno. Obedece al padre guardián, a cualquier religioso y a los mismos criados del convento. Ha dejado su propia voluntad definitivamente, como una carga pesada, y todos los mandatos le encuentran ágil y pronto, lo mismo en las cosas agradables que en los más duros quehaceres. Un día, el terrible padre Macario, para burlarse de fray Félix o para probar su virtud, le ordena traer agua en un canasto de mimbres; y al instante vuelve fray Félix con el canasto lleno de agua, sin dejar caer una gota. Otra vez el superior le manda que vaya a la huerta rápidamente, por el camino más corto, y le añade: «Más pronto irás si bajas por la ventana». Fray Félix se tira por la ventana y baja suavemente por el aire, sin daño, como una pluma que llevara el viento.

La pureza de este buen hermano es radiante y de perfecta blancura. Su trabajo le cuesta; pero consigue no manchar jamás la castidad de su corazón. «Como lirio entre las espinas», al decir de la Escritura, así el alma de este fraile entre los cilicios y los ayunos y otras penitencias que sólo Dios conoce. Ese lirio está ciertamente en buenas manos: fray Félix ha confiado su guarda a la Virgen sin mancilla. Del susto que le da la posibilidad del pecado, anda siempre vigilante sobre sí mismo, con los ojos en el suelo, huyendo del trato de señoras devotas o caritativas, aun a trueque de parecer descortés y poco agradecido.

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Es tan desconfiado de sus propias fuerzas, que camina siempre asido de la mano de Dios y de la Virgen, temiendo que a cada paso va a tropezar, si sus protectores no le sostienen. Ni los mismos milagros que Dios hace por él le dan seguridad contra sus propios defectos. «¿Cómo queréis que haga milagros este saco de miseria y de maldades?», suele decir a las gentes que le aclaman por taumaturgo. «Os aseguro -añade- que si yo no hubiera puesto las manos en este asunto, el Señor lo habría hecho mucho mejor; y os repito que yo no soy bueno sino para echar a perder las obras del Creador». Y, sin embargo, los prodigios que hace fray Félix se admiran en todas partes. Una noche va a la iglesia, encuentra apagada la lámpara y la enciende con uno de sus dedos. Y como éste, se cuentan los milagros por centenares...

Fray Félix no sabe lo que es ociosidad ni pereza. Además de su oficio de limosnero, que le ocupa la mayor parte del día en la ciudad o en el campo, tiene ánimos para ayudar al cocinero y al hortelano, remienda las sandalias de los religiosos, cose los hábitos, barre la iglesia y la sacristía, siempre risueño y contento, elevado en pensamientos celestiales.

Tiene tanta costumbre de orar, que ningún trabajo le distrae, ninguna conversación le aparta de sus meditaciones. Con la oración consigue del cielo casi todo lo que quiere, y a veces hasta se da el placer de burlarse de sus burladores. Un amigo y bienhechor del convento quiso darle un día una buena limosna de aceite; pero con la condición de que había de recibir el líquido en sus alforjas rotas y remendadas. Fray Félix comprendió la malicia, levantó los ojos al cielo, hizo una breve oración y aceptó la limosna: el aceite cayó en las alforjas y llegó al convento como si el recipiente hubiera sido de sólida piel de becerro.

En toda la comarca es conocida la eficacia de las oraciones de fray Félix. Los enfermos le llaman a su cabecera antes que al médico; los labradores ahuyentan las plagas de sus campos con la bendición del lego capuchino; un toro furioso que viene corriendo y bramando hacia él se encuentra con que fray Félix se ha puesto en oración y cae a sus pies y se los lame humildemente; un terreno pedregoso comienza a ser el más fértil de la región después de recibir las bendiciones del siervo de Dios.

Con la Virgen Santísima, fray Félix tiene confidencias y largas conversaciones; en ellas le cuenta todos los secretos, le pide innumerables favores, le interesa por un pobre o por un enfermo y le ofrece obsequios y regalos como a dueña de sus amores. Uno de los días más felices de su vida ha sido aquel en que el padre guardián le ha encargado para siempre que cuide y adorne a su gusto un altarcito de la Virgen que hay en el claustro. Desde ese día, se acabaron las telarañas, el polvo y las flores de papel descolorido. Todas las mañanas se ve a fray Félix, plumero en mano, sacudir el altar hasta sus más íntimos rincones; después cambia las flores, y, con arte celestial, pone cada día un ramillete lleno de gracia y de frescura.

Es incansable al hablar de la Inmaculada Concepción de la Virgen, y en su honor ha compuesto algunas jaculatorias en verso, ingenuas como los dichos de un niño, apasionadas como los requiebros de un amante. Las aleluyas de fray Félix, que se han hecho populares en la comarca, hacen reír a los doctos y a los retóricos, no son ciertamente modelos de inspiración o de arte; pero son, sin duda, modelos de amor. Y el amor ha sido siempre la inefable poesía de los corazones. He aquí tres ejemplos de corte parecido: «Mil veces sea alabada / la Virgen Inmaculada». «Bendita sea la hora / en que nació mi Señora». «Alabemos noche y día / la pureza de María».

Los niños repiten en todas partes estos pobres versos, y la gente sencilla de los campos sabe muy bien que, con uno solo de estos saludos, fray Félix saldrá de sí en transporte de felicidad. A veces vienen a pedirle un remedio rápido para una enfermedad repentina, y el santo lego escribe una de esas jaculatorias en un papelito y se lo manda al enfermo, dándole la seguridad de pronta curación.

No se contenta con sanar dolencias del cuerpo; la misma medicina le sirve para los males del alma. Ha llevado a muchos pecadores empedernidos a los pies de su Reina celestial, y los ha esclavizado con las cadenas de su amor. Y las familias mal avenidas no resisten al dulce influjo del rosario que fray Félix les manda rezar todos los días.

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El santo limosnero se va envejeciendo lentamente. Su barba y sus cabellos, de nívea blancura, le dan un aspecto venerable y cariñoso. Tiene más de setenta años y sale todavía con sus alforjas por las calles de Nicosia. Debajo de la túnica, abrazando apretadamente toda la espalda, lleva un tremendo cilicio que no se lo ha quitado desde sus años juveniles. Ese cilicio, bajo la pesada carga de la limosna, parece tener las puntas de fuego; algunas veces el pobre anciano cae en medio de la calle, desfallecido y sin aliento; pero se levanta rápidamente, y no permite que alguien le ayude o le quite las alforjas. Quiere toda la cruz para sí.

Las gentes lloran de emoción cuando ven al santo viejo rodeado de una turba de chiquillos, rezando avemarías por las calles, cantando los versos de la Virgen, repitiendo las preguntas y respuestas del catecismo. Y los niños llegan a sus casas con una medallita que les dio fray Félix, y que las madres guardan cuidadosamente como preciosa reliquia.

La fama de santidad del humilde capuchino ha traspasado los muros de Nicosia y ha llegado a las más apartadas aldeas y ciudades de Sicilia y aun a la capital del reino de Nápoles. El virrey y su brillante comitiva vienen con frecuencia a ver a fray Félix para gozar de sus palabras agudas y santas, y para pedirle que ruegue por los graves negocios de la política.

El humildísimo lego es el consejero de todos: con sus ojillos vivaces parece penetrar hasta lo más recóndito de las almas, adivina miserias y dolores, resuelve problemas intrincados, profetiza éxitos o desgracias, amenaza o consuela. Es el árbitro supremo de las familias, la paz de los hogares y de los pueblos. Él no sabe teología; pero habla de los más altos misterios de la divinidad con la clarividencia de un contemplativo, y sus frases certeras llevan raudales de luz a los ánimos oscurecidos por la duda o atormentados por la desesperación.

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Fray Félix está ya maduro de días y de virtudes. Ha llegado a la edad de su modelo san Félix de Cantalicio, y no andará muy lejos de parecerse a él en el alma.

La contradicción no le dejará un punto, ni siquiera en los momentos supremos de la muerte. Allí está el indescifrable misterio del padre Macario, su tremendo y continuo azote, que no le deja sosegar, con su genio de vinagre, con sus insultos incomprensibles y crueles, con castigos y humillaciones. Y, sin embargo, el padre Macario es un santo, un bendito de Dios, un cordero con dientes de tigre. Él es el primero en apreciar en todo su valor las virtudes de fray Félix, el primero en admirarse de sus milagros y en bendecir al Señor por haber dado a su convento una joya de tan subido precio. La conducta de este padre guardián es una contradicción evidente, cuya secreta razón debe buscarse en los arcanos designios de la Providencia. Sin duda que fray Félix ha sacado más provecho de las fingidas cóleras del padre guardián que de todas las penitencias corporales.

Para nuestro santo, el padre Macario es el representante genuino de Dios, su brazo derecho; todo lo que él dice es la misma verdad, todo lo que manda es la suma prudencia. A fray Félix le parecen tan enormes sus propias culpas, que aun juzga demasiado blanda la mano durísima del padre Macario. «¿Qué hubiera sido de mí -suele repetir- si esa mano experta y enérgica no hubiera reprimido las demasías de mi soberbia, y no me hubiera conducido por el espinoso camino de la cruz? Seguramente sería yo ahora un criminal, un pecador incorregible». Y el santo anciano sube tranquilo la pendiente de la vida, envuelto en los insultos constantes del bondadoso padre Guardián.

En el convento nadie sospecha que fray Félix se siente muy próximo a la muerte. Sólo Dios sabe el martirio que le cuesta levantarse de la cama a los maitines de medianoche, los mareos y dolores de cabeza que siente, la fiebre que le va consumiendo con lentitud. No cuenta a nadie su malestar; ha decidido tenerlo en secreto por amor a Jesús Crucificado. Pero un día llega el señor médico a visitar a otro religioso enfermo, y encuentra a fray Félix en el claustro. El ojo experto del doctor se detiene sobre aquel rostro pálido, examina aquella mirada vidriosa y ve los falsos fulgores de una fiebre violenta. El médico se asusta y corre a decir sus temores al padre guardián.

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Fray Félix está ahora en su pobre y duro lecho, atado por la obediencia, esperando volar cuanto antes a la eternidad. Sabe que le quedan muy pocos días, y pide por caridad el santo viático y la extremaunción. Uno de los padres del convento le trae al Dios de la Eucaristía; junto a él, la comunidad viene rezando por el claustro, y una campanilla suena alegremente anunciando al moribundo que Jesús se acerca. Fray Félix, que apenas puede moverse, siente de súbito las fuerzas misteriosas del amor, se levanta de la cama y recibe la visita de su Dios, postrado de hinojos en el frío pavimento de la celda. Un resplandor de felicidad baña su semblante cuando la hostia sagrada queda prisionera en su boca.

Ya puede morir tranquilo... Del éxtasis eucarístico al éxtasis del cielo no hay más que un breve paso, que la muerte franqueará suavemente. Fray Félix quiere morir, y quiere morir a las tres de la tarde del viernes, como Jesucristo; mas eso no depende de su voluntad, sino de la del padre guardián.

A la hora indicada, expone al superior sus deseos; pero el padre Macario le dice que se deje de hipocresías, y le niega la licencia para morirse. El enfermo se calla unos instantes y vuelve por segunda y tercera vez a implorar el permiso. La negativa tenaz del padre guardián y la resignación del moribundo hacen entonces el más inaudito de los milagros.

Fray Félix, según el dictamen del médico que está presente, ha muerto a las tres de la tarde, cuando pidió permiso la primera vez; el corazón ha dejado de latir, el cuerpo está frío, allí no hay más que un cadáver. Pero el cadáver habla, se mueve, mira a los que le rodean. El alma debe de estar suspendida entre el tiempo y la eternidad.

El padre Macario no puede por menos de convencerse, y llorando emocionado y tembloroso, pronuncia al fin las palabras decisivas de la bendición: «Fray Félix, en nombre de la Santísima Trinidad y de nuestro padre san Francisco, te doy licencia para que vayas al cielo». El siervo de Dios expresa su gratitud con una débil sonrisa e inclina la cabeza pesadamente...

Así murió fray Félix de Nicosia, según el relato de los que asistieron a sus últimos momentos.

[Prudencio de Salvatierra, OFMCap, Beato Félix de Nicosia, en Idem, Las grandes figuras capuchinas. Madrid, Ed. Studium, 1957, 2.ª ed.; pp. 269-283.]

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SAN FÉLIX DE NICOSIA (1715-1787) Humildad y obediencia en la vida
por Fernando de Riese Pío X, o.f.m.cap.

San Félix pasó los 72 años de su vida -exceptuada su permanencia de un año, de 1743 a 1744, en el convento de Mistretta, donde tomó el hábito, hizo el noviciado y emitió sus votos- en su ciudad natal de Nicosia, en el centro de Val Demone, al abrigo de una roca altísima, casi punto central geográfico de Sicilia, coronada por las pequeñas ciudades de Gangi, Troina, Leonforte, en la provincia de Enna.

Nicosia, a 700 metros sobre el nivel del mar, se sitúa de forma panorámica sobre los declives de cuatro rocas -San Salvatore, Rocca Poeta, Monte Oliveto, Colle dei Cappuccini- y deja a sus espaldas algunas cumbres montañosas de las sierras Madonia y Nebrodi, teniendo al oriente el volcán Etna con sus 3.263 metros de altura. Estos particulares elementos geográficos inciden en el alma y en la historia de la población siciliana y caracterizan, con frecuencia, a sus hombres por la rudeza y, a la vez, afectuosidad en el trato, por la voluntad decidida y la acendrada religiosidad popular, por la indiferencia y la cordialidad.

San Félix manifestó, en su vida, también los rasgos típicos de esta tierra y de sus gentes, impregnándolos de sabor evangélico. A esto le empujaba con vivacidad el recuerdo de fray Bernardo de Corleone (m. 1667), hermano capuchino, de quien se había introducido la causa de beatificación en diciembre de 1675.

ZAPATERO DE OFICIO

Felipe Amoroso y Carmela Pirro, sus padres, quisieron que su nuevo hijo, nacido el 5 de noviembre de 1715, recibiera en el bautismo el nombre de un santo apóstol: Jacobo o Santiago. Creciendo al lado de sus padres, profundamente cristianos, Jacobo fue educado en el camino del bien. Su padre, en una pequeña casa ruinosa, incómoda, con poca luz y aire, ejercía el oficio el de zapatero. Todos los días, encorvado sobre la mesa de trabajo, en un minúsculo cuchitril, remendaba y cosía zapatos para mantener su numerosa familia que vivía con estrecheces.

Jacobo, cuando tuvo edad escolar, no tomó los libros. Comprendió que su deber era sentarse al lado de su progenitor y a ayudarle en el trabajo para poder con más facilidad subvenir a las necesidades de la familia. De este modo, comenzó también él a ejercitarse en el oficio de zapatero.

Felipe, cuando su hijo fue mayor, quiso que se especializase en el oficio y lo confió a Juan Ciavarelli, persona que sobresalía en él por su destreza y por la pequeña empresa que poseía y en la que trabajaban un buen número de obreros. Felipe había puesto en su hijo muchas ilusiones de cara al futuro, esperando tener en él una ayuda segura con la que levantar el nivel de vida familiar.

Sin embargo, Felipe sentía, ante todo, la obligación de hacer de sus propios hijos, también de Jacobo, buenos cristianos. En este tema concedía capital importancia al buen ejemplo. Cada mañana, oración y misa en la iglesia; a la tarde, aunque estuviera cansado, recitación del rosario en familia; los domingos los celebraba acercándose a los sacramentos y participando, en la iglesia de la Virgen de los Milagros a reuniones y asambleas organizadas por los capuchinos y a las que estaba adscrito.

También la madre enseñaba cómo debe rezarse, cómo hablar y pensar de Dios, cómo confiar en su providencia y cómo, aunque fuesen pobres, podían hacerse obras de caridad.

Jacobo, que asistía muchas veces a la reuniones semanales de la congregación de la «juventud capuchina», seguía allí con atención la lectura de la palabra de Dios, entremezclada con cantos y plegarias. Deseando pertenecer a esta congregación, rogó insistentemente, hasta conseguirlo, ser inscrito en ella. Se vistió, así, de muy joven con el hábito de esta congregación que se caracterizaba por llevar un pequeño capucho franciscano. Al mismo tiempo, su fe y su vida cristiana comenzaron a impregnarse de espiritualidad franciscana, recibida a través de la Orden capuchina.

En los días en que trabajó con Ciavarelli y en los que asistía cotidianamente a la santa misa, Jacobo se comportaba como lo que era ya en el fondo, «un joven capuchino». En el lugar de trabajo había expuesta una imagen que representaba el triunfo de la sagrada Eucaristía. Jacobo -según depuso en el proceso de canonización un compañero suyo, Carmelo Granata, que se lo oyó contar a Nuncio, hijo de Juan Ciavarelli-, «cuando entraba en la zapatería, se quitaba la gorra y saludaba a todos diciendo: En toda hora y en todo momento sea siempre alabado el Santísimo Sacramento. Después besaba la mano de su patrón y se iba a trabajar... Se mantenía siempre con la cabeza descubierta, porque decía que Dios estaba presente en todas partes y que era necesario vivir siempre en su presencia con respeto, reverencia y veneración... Igualmente, permanecía siempre durante el trabajo en silencio, sólo atento a su quehacer».

No hacía caso a las burlas o frases picantes de sus compañeros. Y, muchos menos, a sus conversaciones frívolas o a sus expresiones equívocas. El mismo testigo, Carmelo Granata, recordó: «A las afrentas y contrariedades provenientes de sus compañeros de trabajo, lo más que respondía era: "Sea por el amor de Dios"». Este estribillo llegaría a ser todo un programa a realizar en su vida.

Autorizado por su patrón Ciavarelli, en cuanto oía al atardecer la campana del vecino convento de capuchinos, Jacobo interrumpía de golpe su trabajo, se arrodillaba para rezar e invitaba a los de más, aunque continuasen en sus tareas a responder a sus oraciones, uniéndose así, en la plegaria, a los religiosos del convento. El testigo, ya varias veces citado, refiere las palabras con que hacía dicha invitación: «Tocan a completas. Siervos de Dios, recitemos el rosario a la santísima Virgen».

Un día, mostró la eficacia de la oración y de la fe ante otro trabajador que, enfurecido por haber hecho un agujero en el empeine de un zapato a causa de un martillazo equivocado, blasfemaba. Jacobo tomó el zapato, aplicó un poco de saliva al desperfecto y se lo restituyó en completo buen estado. Y, luego, invitó al interesado a que dejase ya de blasfemar.

Ciavarelli, después de que Jacobo dejó de trabajar para él, continuó señalando a todos sus empleados el lugar en que Jacobo había desarrollado modélicamente su actividad: una mesa de zapatero, tan digna de atención como pueda serlo una cátedra universitaria. Allí san Félix había enseñado a rezar y a trabajar, al mismo tiempo. Esta mesa de zapatero era, en verdad, más importante que el «trono de Carlos V» custodiado en la iglesia de Santa María Mayor, trono en el que el Rey se había sentado en la visita que realizó a la ciudad en el año 1535.

NEGATIVA DE LOS CAPUCHINOS

Existe una descripción de los años jóvenes de Jacobo, que el arquitecto Antonio Monteaperto escuchó de labios de su abuela y que repitió en el proceso de canonización desarrollado en Nicosia, fuente documental de la que nos servimos con frecuencia: «Diariamente escuchaba la santa misa, rezaba el santo rosario todas las tardes, observaba los ayunos de la santa Iglesia, frecuentaba el Santísimo Sacramento con ocasión de la devoción de las cuarenta horas».

Sin embargo, a este joven de dieciocho años, a quien le atraía la vida de los capuchinos, le fue negada la entrada en la Orden repetidamente. Su deseo era llegar a ser hermano capuchino no clérigo, ya que carecía de estudios y pensaba que era capaz de afrontar las fatigas del trabajo en la huerta conventual, el establo, la zapatería o la cuestación. Cualquier tipo de trabajo, con tal de ser capuchino.

El superior del convento le dijo «no». Jacobo respondió: «Sea por el amor de Dios». Y volvió a su mesa de zapatero y a su trabajo diario, decidido a prepararse para ser digno de recibir en el futuro un «sí». Pasado cierto tiempo, volvió a subir al convento, situado en una colina, pero otra vez su demanda recibió nueva negativa. Se armó de valor y repitió su «Sea por el amor de Dios», volviendo a sus tareas habituales.

Años más tarde, hizo un nuevo intento. Y, por tercera vez, le fue dicho «no». Entretanto murieron sus padres y quedó solo en la vida. Liberado de la responsabilidad del cuidado de sus progenitores -quizás fuese esta razón la que motivaba la negativa de los capuchinos- Jacobo repitió su demanda. Y por cuarta vez fue rechazado. Por algunos años más, aguardó rezando y esperando confiadamente.

En 1743, cuando contaba Jacobo 28 años de edad, el nuevo provincial de los capuchinos de Messina, el padre Buenaventura de Alcara, fue a Nicosia a visitar a sus frailes. Allí fue también Jacobo, para presentar nuevamente su petición de admisión en la Orden. Esta vez le fue contestada afirmativamente. Era el «sí» tan querido y esperado. En los primeros días de octubre, una vez que se despidió de sus hermanos y hermanas y arregló sus pobres negocios, Jacobo ingresó en el noviciado capuchino, ubicado en el convento de Mistretta. Allí vistió el hábito por el que tanto había suspirado y comenzó a vivir la vida de oración, penitencia y trabajo de los capuchinos, bajo la dirección espiritual de un austero maestro, el padre Miguel Ángel.

NOMBRE Y PROGRAMA DE UN SANTO

En la toma de hábito recibió el nombre de fray Félix y, con ello probablemente, el maestro de novicios le quiso proponer como modelo la figura de san Félix de Cantalicio, santo capuchino canonizado apenas hacía treinta años. Siguiendo las huellas de este santo, fray Félix de Nicosia, con voluntad férrea de siciliano auténtico, se propuso llegar a la santidad que aquél había alcanzado.

Sorprendentes son algunas coincidencias de fechas entre estos dos Félix: nacidos a doscientos años de distancia, los dos se hicieron capuchinos a los 28 años, a los 29 emitieron sus votos y durante 43 años fueron limosneros, el de Cantalicio en Roma, y el de Nicosia en su pueblo natal, muriendo también a la misma edad de 72 años, cargados de méritos.

Fray Félix, emitidos sus votos en Mistretta, retornó a Nicosia para ejercer, dentro de la obediencia, el oficio de limosnero durante toda la vida. En el convento, sin embargo, se prestaba a cualquier trabajo: portero, hortelano, zapatero, enfermero. Extendía la cuestación a las aldeas vecinas a Nicosia, como Capizzi, Cerami, Gagliano, Mistretta y «otros lugares, a donde su superior le enviaba».

Fray Francisco Gangi, terciario capuchino de Nicosia y sacristán del convento, que convivió con nuestro santo, depuso en el proceso de canonización que éste permaneció siempre en Nicosia «porque, si los superiores le hubiesen mandando a otros lugares, ciertamente según mi parecer, se habría sublevado toda la ciudad para no perder a un religioso de tan santa vida, que ayudaba a todos en sus necesidades, tanto espirituales como materiales... Su fama de santidad no sólo cundía entre la gente sencilla del pueblo, sino también entre la clase noble, personas ilustradas, eclesiásticos, que yo veía venir diariamente a consultarle en sus dudas y necesidades».

Su oficio de limosnero lo entremezclaba con la tarea de consejero espiritual. Ir de casa en casa significaba, para fray Félix, embebido de Dios, ir de alma en alma: un apostolado realizado sólo a través de su alforja, que lo colocaba junto a los hombres para ser su guía, consuelo y maestro. El trabajo cotidiano de recoger pan y vino y otros alimentos se transformaba en una ocasión para difundir a diario la verdad, confortar a los débiles y aconsejar a cuantos lo necesitaban.

Una testigo octogenaria, Rosario de Piazza, viuda de Gregorio Pecora, de Nicosia, que había conocido a fray Félix a los dieciocho años, lo describe en su figura de limosnero: «Cuando caminaba por las calles de la ciudad en busca de las limosnas, con ocasión de venir a casa de mis padres para recoger la del vino o a las fincas rústicas para la de trigo, hablé con él frecuentemente... Me exhortaba siempre al temor de Dios y a la devoción a la santísima Virgen». Limosnero por obediencia, «ejercitaba su oficio con humildad, andaba con la cabeza descubierta, los ojos recogidos, y las manos cruzadas sobre el pecho. Hablaba muy poco, diciendo casi siempre lo mismo: "Sea por el amor de Dios". En la mendicación de la limosna no era inoportuno, más bien me recuerdo que, hallándome una vez en una era de Malfettano, acudió a pedir algo de trigo, y... un campesino..., se negó a dársela. Fray Félix le respondió: "Sea hecha la voluntad de Dios"... Vestía una túnica remendada y hacía los recorridos de la limosna por el campo siempre a pie y con los ojos bajos y muy mortificados».

En definitiva, como san Félix de Cantalicio por las calles de Roma, así nuestro santo iba por las de su ciudad natal siciliana: dando y recibiendo. Edificando siempre a todos.

CON LOS NIÑOS, LOS BLASFEMOS Y LOS POBRES

El capuchino padre Nicolás de Nicosia, en el mencionado proceso de 1834, atestigua que fray Félix solía «instruir a los jóvenes, tanto en el convento como por las calles, en los misterios de nuestra santa fe, y con mayor cuidado a las personas rústicas y sin estudios, a las que exhortaba a ayudarse mutuamente en el aprendizaje del catecismo. De este modo cooperaba, en cuanto le era posible, en el apostolado propio de un hermano no clérigo capuchino. Recordaba con celo a los padres la obligación que tenían de educar a sus hijos en la doctrina cristiana y en los misterios de nuestra fe».

El arquitecto Antonio Monteaperto recuerda que fray Félix, al pasar delante de la iglesia de su convento para ir a la ciudad, «se arrodillaba y permanecía así durante algunos minutos, adorando al Santísimo Sacramento, y nos decía a los jóvenes: "mirad, cuando paséis delante de una iglesia, no debéis nunca dar la espalda"... A los pequeños les hacía recitar el credo, y a los mayores les hablaba del nacimiento del Señor, de nuestra redención y de algunos otros santos misterios de la religión. Se adaptaba a todos, según la capacidad, estado o condición de cada uno; con estas instrucciones, hacía con nosotros labor de misionero».

Un zapatero de Nicosia, Carmelo Granata, lo mira como evangelizador al testimoniar: «Por las calles enseñaba a los niños los rudimentos de la doctrina y, para atraerlos, les daba pan y golosinas».

Lucía Bonelli tuvo en fray Félix un maestro de la doctrina cristiana y depuso en dialecto siciliano: «En ocasiones en que venía a mi casa, muchas veces decía a mi madre que debía ser mi educadora en la doctrina cristiana y, con frecuencia, él mismo me la enseñó. Y entre otras cosas aprendí de él la siguiente cancioncilla: "Ven, ven Jesusín, que te espero. / Ven y descansa; entra en mi corazón ingrato. / Teniendo vuestro amor y vuestro afecto, / vivo contento y muero después feliz". También me enseñó el acto de fe, de esperanza y caridad, de arrepentimiento y propósito de la enmienda».

Antonio Monteaperto, testigo ocular, describe el comportamiento de fray Félix entre los blasfemos: «Cuando por las calles de la ciudad, o en la plaza, escuchaba alguna palabra ofensiva para Dios, o alguna blasfemia, se arrojaba por tierra, decía tres veces el Gloria Patri, después se levantaba todo enardecido y corregía con celo al blasfemo con avisos y exhortaciones, haciéndole ver los grandes castigos que Dios manda por nuestros pecados: enfermedades, cosechas estériles y otros flagelos temporales, además de castigos eternos. Sus palabras, en estas situaciones, se las dirigía a todos».

El canónigo Luis Ferro atestiguó que fray Félix, «si conocía a alguna persona escandalosa, se le acercaba, y le amonestaba a corregirse... Daba sabios consejos a todo el que se los pedía, insinuando siempre el cumplimiento de la ley de Dios, la recta moral, y la paz».

La caridad que fray Félix mostraba hacia sus semejantes, especialmente los pobres y enfermos, fue definida en el proceso apostólico por su superior y confesor padre Macario de Nicosia como «excesiva». De ella afirmaba: «Ayudaba a todos, en cuanto le era posible, tanto en las cosas temporales como en las espirituales, quitándose a sí mismo el pan y la carne y otros alimentos para dárselos a los necesitados. Y, cuando la obediencia no se lo permitía, sufría en su corazón. Iba de un lado para otro pidiendo a los situados en buena condición ropas y otros útiles para vestir a los más pobres y para subvenir a todos. Cuando no podía, tan grande era su pena, que parecía morir». «Maravillosa era su caridad para con los enfermos, les asistía continuamente de día y de noche, sin atender a su descanso, con tal de no dejarlos solos. Andaba Roma con Santiago para conseguir lo que los enfermos deseaban y les podía aliviar».

Un terciario, fray Francisco Gangi, al que asistió nuestro santo, depuso en el proceso: «Cuando había religiosos enfermos, los asistía con una solicitud mayor que la de una madre. Todo dispuesto a atenderles, les socorría y les procuraba cuanto demandaban. Les preparaba con exactitud la comida, les barría la habitación, lavaba sus platos y, cuando reposaban, se colocaba a sus pies o se sentaba en un banco detrás de la puerta de su habitación. Y así, apoyado en la pared, dormía él también un poco. Esta caridad del siervo de Dios, yo mismo la he experimentado».

El canónigo Luis Ferro testifica aún más: «Previo el permiso del superior, asistía a los enfermos que le llamaban fuese de día o de noche. Les prestaba su socorro espiritual y corporal, exhortándoles a hacer la voluntad de Dios y a ofrecerle su enfermedad en penitencia de los pecados. Y les animaba a esperar en la bondad de Dios y de la Virgen María».

Un testigo ocular recuerda que fray Félix, todos los domingos, visitaba a los encarcelados y les llevaba comida, además de su palabra alentadora.

El hermano fray Rosario de Nicosia, testigo en el proceso apostólico, dice: «Cuando encontraba a pobres que iban cargados de leña o de otras cosas pesadas, les ayudaba en su tarea».

Carmelo Granata ofrece esta agradable escena: «Cuando se dedicaba a la limosna, de miércoles a sábado, le rodeaban los chicos: quién le tiraba del cordón, quién de la capucha, quién le empujaba de un lado, quién de otro, para que les diese pan. El siervo de Dios no se inquietaba por estas insolencias, ni les gritaba. Les decía con sencillez: "Sea por el amor de Dios". Les hacía, después, arrodillarse, les imponía sus manos en la cabeza, diciendo: "Bien, recitad primero el Ave María a la Virgen Santísima". Después les repartía el pan y los muchachos marchaban todos contentos».

El padre Ángel de Sperlinga y otros testigos en el proceso refieren que en «época de nieves» fray Félix se encontró con dos chicas pobres que le pidieron limosna. No teniendo nada que darles, «se quitó su manto y se lo dio».

Entre sus expresiones preferidas se recuerdan las siguientes: «Los pobres son la persona de Jesús, y deben ser respetados». «Veamos en los pobres y en los enfermos al mismo Dios, y socorrámosles con todo el afecto de nuestro corazón y según nuestras fuerzas». «Consolemos con dulces palabras a los pobres enfermos y pronto recibiremos su socorro». «No cesemos de corregir a los extraviados de manera prudente y caritativa».

EL PADRE MACARIO DE NICOSIA, CRUZ DE FRAY FÉLIX

El arquitecto José Papa, en el proceso de 1834, relató: «De tanto en tanto lo veía por las calles cargado con su alforja. Y una vez escuché decir que cayó por tierra, y a los devotos que se acercaron para ayudarle no les dejó hacerlo, indicándoles que era Dios quien le había confiado aquella cruz, para que la llevase él solo».

Otra cruz muy diversa fue la que tuvo que soportar con su superior el padre Macario de Nicosia que, además, fue confesor suyo durante 23 años. El padre Macario se había propuesto moldear en el bien a aquel «asnillo del convento» y cincelar su figura convirtiéndola en hombre de virtudes, minuciosamente tallado. Para ello, utilizó un estilo poco comprensible y aceptable a los tiempos modernos, pero consiguió hacer de fray Félix un «santo capuchino». El padre Macario recurría a intervenciones a veces enérgicas e inflexibles en la vida de fray Félix, para tenerlo sujeto a la humildad, fuente y soporte de toda auténtica santidad. Aunque el propósito era bueno, los medios de que se servía eran inaceptables.

Le trataba con nombres y apodos humillantes como los de fray descontento, comodón, hipócrita, embaucador de la gente, el santo de los oropeles engañosos. Y esto lo hacía no sólo cuando estaban únicamente los dos juntos, sino también en presencia de más hermanos o, incluso, ante respetables señores y eclesiásticos de Nicosia.

«Me consta -refiere José Pontorno, doctor in utroque iure- que fue el hazmerreir y desprecio afrentoso de algunos; se le llamó "fray descontento". Sin embargo, jamás perdió la calma ni la tranquilidad». El barón Juan Antonio María Speciale, testigo ocular, recuerda a fray Félix con «el rostro siempre risueño y alegre, y en su conducta apacible, sencillo y confiado».

La obediencia pronta y serena a aquel extraño superior, por así llamarlo, obtuvo milagros.

Muchas veces, apenas había llegado de la ciudad al convento, era llamado por el superior, que le mandaba de nuevo a la ciudad por cualquier cosa. Así, hasta más de dos y tres veces consecutivas, y el «pobre viejecillo iba y venía, sin enfado ni murmuración alguna, siempre imperturbable y alegre».

A las llamadas del padre Macario, fray Félix respondía como si tuviera alas. Fray Francisco Gangi, testigo ocular, lo describe así: «Apenas se oía llamar por el padre Macario, "fray descontento" corría prontamente y dejaba todo lo que traía entre manos, se arrodillaba ante él con los ojos bajos, escuchaba lo que le mandaba, besaba el suelo y decía "sea por el amor de Dios", y después volaba con presteza a cumplir el mandato». Y resume: «En definitiva, el citado padre Macario lo trataba como a un pillo y ganapán, siempre de mal talante; y el siervo de Dios, en cambio, le obedecía alegre y festivo».

El primero en admirar esta obediencia de fray Félix era el mismo padre Macario. De hecho, dejó un escrito, que fue presentado en el proceso, en el cual afirmaba: «Fray Félix fue obedientísimo no sólo a los superiores, sino a cualquiera. Y su obediencia fue prontísima, ciega y alegre en todo y para todas las cosas. Y siempre en esta virtud no se tenía en cuenta a sí mismo, ni siquiera a su salud, ni a su propia dignidad... ejecutando aún lo imposible a una sencilla mirada del superior. Imperturbable en todas las mortificaciones, aceptaba afrentas y desprecios y no daba el menor signo de turbación. Mortificado en público y expulsado del refectorio como indigno, cosa que yo hacía para probarlo, se marchaba risueño y con santa indiferencia, sin cambio alguno en su rostro».

Como confesor suyo, el padre Macario recurría a fray Félix para pedirle consejo y seguía sus lúcidas propuestas, a pesar de que fray Félix mismo se definiese con estas palabras: «Yo soy un religioso en verdad inútil y miserable, y necesito que el superior me soporte por amor de Dios en el convento; llamadme no fray Félix, sino fray miseria, fray descontento, un incapaz».

Había encontrado el secreto de someterse a todo, incluso hasta las bufonadas, los gritos, las órdenes... imposibles. Lo reveló cuando dijo: «Concluyamos todas nuestras acciones con estas palabras "Sea por el amor de Dios; sea todo para la gloria de Dios"».

DEVOCIONES Y PENITENCIAS

Las devociones de fray Félix se resumen en Jesús y María, ante cuyos nombres inclinaba su cabeza.

El jurista José Pontorno, de joven, vio con frecuencia a fray Félix que se encontraba «tan devoto ante el sacramento de la Eucaristía... escuchaba la santa misa... y lo adoraba con tanto fervor y unción, que incitaba a los demás al recogimiento y a la piedad... Cuando entraba y salía del convento, aunque fuese cargado con alguna cosa, se arrodillaba y tocaba la tierra con su rostro, adorando a Jesús sacramentado». Otro testigo relata que fray Félix, ante el Sacramento, «pasaba mucho tiempo tanto de día como de noche... hasta el punto que el superior debía mandarle algunas veces a reposar por santa obediencia». Y hay otro que todavía añade: «En donde se hacía exposición del Santísimo, según la devoción de las cuarenta y ocho horas, contaban siempre con la presencia de nuestro santo; y, al pasar delante de las iglesias en que se exponía el Santísimo, hacía siempre lo mismo, se arrodillaba y lo adoraba».

Era también devotísimo de Jesús crucificado. «Todos los viernes se afligía y estaba triste, al contemplar y meditar la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo»; «todos los viernes de marzo ayunaba a pan y agua, de rodillas»; y en el coro permanecía largo tiempo, con los brazos abiertos en forma de cruz, ante el crucifijo, meditando la pasión. Algún testigo le sorprendió «haciendo de rodillas el vía crucis en el coro», y «cuando iba de limosna, donde sabía que había cruces y otros emblemas que representasen la pasión de Jesucristo, hacía genuflexión, lo adoraba y recitaba sus devociones».

Fray Francisco Gangi recuerda: «Siempre me recomendaba que aprendiese a hacer oración mental, especialmente sobre la pasión de Jesús, y me decía que quien medita y piensa en la pasión no sufrirá penas en el infierno, y esto lo afirmaba con todo el fervor de su corazón llorando. Yo, en razón de mi oficio de sacristán, frecuentemente tenía ocasión de encontrarme con él que, con lágrimas en los ojos, me abrazaba y me invitaba a hacer oración sobre la pasión de Cristo».

Entre las devociones marianas, fray Félix tenía predilección por la de la Inmaculada y por la Virgen de los Dolores.

Capuchinos ancianos relatan que fray Félix «tenía a su cuidado una capilla dedicada a la Concepción de la Virgen, situada en la mitad del dormitorio de este convento, y mantenía siempre adornado el altar y encendida una vela en su honor... Merced a la devoción a la Virgen Santísima realizó algunos milagros». «En las fiestas de la Inmaculada, podía observársele lleno de dulces afectos, que se exteriorizaban en su rostro risueño, jovial y radiante». «Todas las novenas de María santísima ayunaba, de rodillas en el refectorio, a pan y agua, lo mismo que los quince días anteriores a la Asunción».

Una vez, teniendo que pasar la noche en una majada con ocasión de haber salido a la limosna, fray Félix «asistió a la recitación del rosario y de otras devociones que acostumbraban a hacer los pastores, observó que algunos de éstos medio dormían y otros corrían en los rezos, para terminar pronto. Entonces, les reprendió y les dijo que valía más rezar menos, pero con devoción y piedad, que mucho y mal».

Amante de los dolores de María, fray Félix inculcaba a otros esta devoción. «Llevó... sobre el pecho cerca de treinta años -escribe su confesor, el padre Macario- una estampa de la Virgen Dolorosa».

POBRE Y HUMILDE

El padre Ángel de Sperlinga vio siempre a fray Félix «pobrísimo, vestido con una túnica vieja y remendada. Una vez que entró en su habitación... se encontró con que no tenía más que una cama compuesta de sarmientos de vid, una manta negra y vieja, y sobre ella dos estampas, una de Jesús crucificado y otra de la Virgen María, una mesita y una banqueta para sentarse. Y nada más». Pobre con los pobres, en su celda conservaba «una saca con los últimos instrumentos de su oficio de zapatero, para ejercitarse en favor de los menesterosos». Un testigo seglar, Salvador de Piazza, lo vio siempre «con una túnica rota y vieja, y con sandalias remendadas». Otro testigo lo recuerda de limosnero: «El venerable hacía su recorrido siempre a pie. Alguna que otra vez, mendigando por la campaña, llevaba consigo un jumento; y para mortificar su cuerpo nunca se preocupaba de la comida».

Caminaba humilde, con los ojos bajos y su cabeza calva, y «no se dejaba besar la mano, sino que la retiraba y daba el cordón. Y cuando le pedían que les recomendase al Señor, se volvía de espaldas, y mostraba desagrado».

Otro testigo añade: «Por su gran humildad se sonrojaba y consternaba cuando la gente se le acercaba para besarle la mano. Él entonces les alargaba la manga del hábito o el cordón».

El arquitecto Antonio Monteaperto recuerda que el humilde hermano «solamente se entristecía cuando, por la opinión que la gente tenía de su santidad, le hacían alabanzas y demostraciones de afecto, pretendiendo encomendarse a sus oraciones. Él se dolía de esto y respondía: "Más bien encomendadme vosotros a mí a Dios y a la santísima Virgen. De Dios se puede esperar todo bien, no de los hombres miserables y pecadores como yo"».

Fray Félix «gozó en vida de fama de santidad... Y esta fama fue continua e ininterrumpida... y entre toda clase de personas no sólo de Nicosia, sino también de Capizzi, Cerami y otras ciudades». «Cuando pasaba por las calles, personas de proveniencia social diversa se agrupaban a su alrededor para besarle la túnica, ya que no permitía que le besasen la mano... Los enfermos lo llamaban para que les encomendase al Señor... de los pueblos vecinos venía gente para obtener de Dios, por su intercesión, alguna gracia especial».

El citado Antonio Monteaperto afirma: «Su fama de santidad le provenía de su vida santa, ejemplar y penitente... Nobles, doctores, eclesiásticos, todos le tenían en un alto concepto de religioso santo».

LA ÚLTIMA... RETARDADA «OBEDIENCIA»

El canónigo Luis Ferro nos transmite noticias sobre la muerte de fray Félix por habérsela oído contar a su padre, testigo ocular de la misma. Atacado por una fiebre violenta, mientras trabajaba en el huerto conventual y encontrándose en estado de no poder tenerse en pie, el padre Macario, su superior, le obligó a recogerse en la cama por «santa obediencia». Acaecía esto hacia finales de mayo de 1787. Al médico José Bonelli, que le prescribió algunas medicinas, fray Félix le indicó que eran inútiles, porque aquella era «su última enfermedad».

Un día, «pidió por propia voluntad que viniera su confesor, que era el mismo padre Macario, y habiéndose confesado rogó que le administrasen el santísimo viático y la extrema unción. Así se hizo. Fray Félix se encontraba echado en un colchón con las manos cruzadas sobre el pecho y, sintiendo que se acercaba el santísimo viático, se alzó del lecho y se puso de rodillas con las manos juntas, y con lágrimas en los ojos lo recibió devotamente. Después quedó sumergido en tiernísimo coloquio con Dios».

«El viernes 31 de mayo de 1787, fray Félix rogó al padre Macario que le concediese la obediencia o permiso para morir, pero éste... le dejó sin darle respuesta. Por segunda vez solicitó la obediencia, y entonces el superior se la negó a voces... Hacia la una de la noche, por tercera vez, fray Félix pidió la obediencia al padre Macario. Éste, llenándose de valor y enjugándose las lágrimas, vino a la celda del siervo de Dios y le llamó por el nombre de "fray Félix", mientras que antes siempre le había llamado "fray descontento" o "fray miserable", y le dijo que aquella era la hora más propicia para partir hacia la eternidad».

«Al venerable fray Félix se le llenaron los ojos de alegría. Dio gracias a todos los religiosos por la caridad que habían tenido con él, al soportarlo por tantos años, pidió perdón por los escándalos que les hubiese dado y solicitó al padre superior que le asistiese a bien morir, e invocando los nombres de Jesús y de María, expiró». Eran las dos de la madrugada, en los comienzos del último día del mes consagrado a la Virgen.

Expuesto su cuerpo en la iglesia de los capuchinos durante tres días, después de una funeral triunfal, fue sepultado en el cementerio común de los religiosos, en un lugar especial, el 2 de junio. Todos lo proclamaban «como un religioso santo, por la vida tan santa que había llevado».

La Orden capuchina preparó en 1828 su causa de canonización. La iglesia de Nicosia, en 1830, dio oficialmente principio al proceso, que culminó en 1848; a lo largo del mismo prestaron declaración más de un centenar de testigos. Pio IX, el papa de la Inmaculada, proclamó en 1862 la heroicidad de las virtudes de este enamorado de la Virgen, en la iglesia de los capuchinos de Roma dedicada a la Inmaculada Concepción. En esta ocasión, el Papa señaló a fray Félix como «un seguidor de la cruz, pobre, humilde, practicante de la verdadera piedad, ejemplo digno de ser imitado». León XIII aprobó el año 1886 dos milagros obrados por el siervo de Dios, y, el 12 de febrero de 1888, lo beatificó solemnemente en la basílica de San Pedro. [Benedicto XVI, recién elegido papa, lo canonizó el 23 de octubre del año 2005.]

[Fernando de Riese Pío X, O.F.M.Cap., Beato Félix de Nicosia. Humildad y obediencia en la vida, en AA.VV., «... el Señor me dio hermanos...». Biografías de santos, beatos y venerables capuchinos. Tomo II. Sevilla, Conferencia Ibérica de Capuchinos, 1997, págs. 39-56.]


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