2 de junio
SAN FÉLIX DE NICOSIA (1715-1787)
Nació el año 1715 en Nicosia (Sicilia), en el seno de
una familia humilde y muy religiosa. Pronto tuvo que trabajar en el oficio de
su difunto padre, que era zapatero, para subvenir a los suyos. Tras recibir
varias negativas, consiguió ser admitido en la Orden capuchina. Hecha la
profesión, lo enviaron al convento de su pueblo, donde por espacio de más de
cuarenta años ejerció el oficio de limosnero, desarrollando un intenso
apostolado popular e itinerante, entre gentes de todas las clases. Era
analfabeto, pero tenía la ciencia de la caridad y de la humildad. Sus mayores
devociones fueron la pasión de Cristo, la Eucaristía y la Virgen de los
Dolores. Realizó siempre trabajos humildes y destacó por su obediencia y
paciencia, espíritu de sacrificio y amor a los niños y a los pobres y enfermos.
Murió el 31 de mayo de 1787 en Nicosia. Lo canonizó Benedicto XVI el año 2005,
y su fiesta se celebra el 2 de junio.
San Félix (en el siglo, Filippo Giacomo Amoroso) nació
en Nicosia el 5 de noviembre de 1715. Su padre era zapatero remendón y él mismo
trabajó desde joven en una zapatería. Muy piadoso y religioso desde su
infancia, aspiraba a la vida religiosa y, cuando murieron sus padres, acudió a
los capuchinos solicitando el ingreso, pero no fue admitido. Perseveró en su
pretensión durante años hasta que fue admitido en 1743 en el convento de
Mistretta, donde hizo la profesión religiosa como hermano lego y tomó el nombre
de fray Félix de Nicosia.
Enviado al convento de Nicosia, acompañó primero al
hermano limosnero por las calles de la ciudad y luego fue hortelano, cocinero,
zapatero, enfermero, portero y sobre todo, durante más de cuarenta años,
limosnero, oficio éste que le permitió ponerse en contacto con mucha gente a la
que edificó e hizo mucho bien. Su exquisita espiritualidad y grandes virtudes,
como la humildad, la mansedumbre, la caridad, atrajeron hacia él la atención de
los fieles, que se encomendaban a sus oraciones y decían recibir de Dios por
medio de ellas grandes favores, incluso milagros. El guardián del convento
sometió muchas veces a prueba su obediencia y humildad, comprobando que fray
Félix era en efecto tan santo como parecía. Llevaba una vida austerísima, con
grandes ayunos y mortificaciones. Devotísimo de la eucaristía, se pasaba no
pocas horas de la noche ante el sagrario, y era asimismo muy fervorosa su
devoción a la Virgen María.
Lleno de méritos murió en su convento de Nicosia el 31
de mayo de 1787. Fue beatificado por el papa León XIII el 12 de febrero de
1888, y canonizado por el papa Benedicto XVI el 23 de octubre de 2005.
[Cf. Año cristiano de la BAC, tomo V, 2004;
31 de mayo, 743-4]
* * * * *
SAN FÉLIX DE NICOSIA (1715-1787)
San Félix nació en Nicosia (Sicilia, Italia) el 5 de
noviembre de 1715, en una familia pobre, pero muy religiosa. Fue bautizado ese
mismo día con los nombres de Filippo Giacomo. Su padre, zapatero de oficio,
murió un mes antes de que él naciera.
Como la mayor parte de los niños pobres sicilianos de
ese tiempo, no fue a la escuela. Ejerció también él desde niño el oficio de
zapatero.
La cercanía de un convento de capuchinos le permitió
visitar con frecuencia a la comunidad y conocer a los religiosos. Se sintió
cada vez más atraído por su vida: alegría, austeridad, pobreza, penitencia,
oración, caridad y espíritu misionero.
A los veinte años pidió al superior del convento de
Nicosia que intercediera ante el padre provincial para que fuera aceptado en la
Orden como lego, pues, al ser analfabeto, no podía ser admitido como clérigo, y
sobre todo porque ese estado correspondía más a su índole sencilla y humilde.
No fue aceptado ni entonces ni a lo largo de ocho años, a pesar de sus
repetidas solicitudes. Pero no perdió la esperanza.
En 1743, cuando supo que el padre provincial de Mesina
se encontraba de visita en Nicosia, pidió hablar personalmente con él para
exponerle su deseo. Al fin, el provincial lo admitió en la Orden.
El 10 de octubre de 1743, en el convento de Mistretta,
comenzó su noviciado, tomando el nombre de Félix. Fue para él un año de
ejercicio de las virtudes particularmente intenso. Destacó por su obediencia,
por su sencillez, por su amor a la mortificación y por su paciencia.
Hizo su profesión el 10 de octubre de 1774 y lo
mandaron al convento de Nicosia.
Ejerció el oficio de limosnero. Cada día recorría las
calles del pueblo llamando a las puertas de los ricos, invitándolos a compartir
sus bienes, y a las de los pobres, para ofrecerles ayuda en sus necesidades.
Siempre daba las gracias, tanto cuando le hacían donativos como cuando lo
rechazaban de mala manera, diciendo: «Sea por amor de Dios».
Aunque era analfabeto, conocía bien la sagrada
Escritura y la doctrina cristiana, pues se esforzaba por retener en la memoria
los pasajes bíblicos y los textos de libros edificantes que se leían en el
convento durante la comida; también retenía lo que escuchaba durante las
predicaciones en las iglesias de Nicosia.
Fue muy devoto de Jesús crucificado. Los viernes
contemplaba la pasión y muerte de Jesucristo; todos los viernes de marzo
ayunaba a pan y agua, y pasaba mucho tiempo en el coro con los brazos en cruz,
meditando ante el crucifijo.
Tenía particular devoción a la Eucaristía. Pasaba
horas ante el sagrario, incluso después de llegar muy cansado de los trabajos
del día. Veneraba con ternura a la Madre de Dios.
Aunque se encontrara débil o enfermo a causa de las
duras penitencias y mortificaciones, siempre estaba dispuesto a cualquier forma
de servicio, sobre todo en la enfermería del convento.
Mientras trabajaba en el huerto, le sobrevino una
fiebre violenta. Su superior, por obediencia, lo mandó a la cama. Al médico que
le recetó medicinas le dijo que eran inútiles, pues se trataba de su última
enfermedad. Y así fue. Murió el 31 de mayo de 1787. Fue beatificado por el papa
León XIII el 12 de febrero de 1888, y canonizado por Benedicto XVI el 23 de
octubre de 2005.
[L'Osservatore Romano, edición semanal en
lengua española, del 21-X-05]
* * * * *
De la homilía de Benedicto XVI en la misa de
canonización (23-X-2005)
San Félix de Nicosia solía repetir en todas las
circunstancias, alegres o tristes: «Sea por amor de Dios». Así podemos
comprender bien cuán intensa y concreta era en él la experiencia del amor de
Dios revelado a los hombres en Cristo. Este humilde fraile capuchino, hijo
ilustre de la tierra de Sicilia, austero y penitente, fiel a las expresiones
más auténticas de la tradición franciscana, fue plasmado y transformado
gradualmente por el amor de Dios, vivido y actualizado en el amor al prójimo.
Fray Félix nos ayuda a descubrir el valor de las pequeñas cosas que enriquecen
la vida, y nos enseña a captar el sentido de la familia y del servicio a los
hermanos, mostrándonos que la alegría verdadera y duradera, que anhela el
corazón de todo ser humano, es fruto del amor.
[L'Osservatore Romano, edición semanal en
lengua española, del 28-X-05]
* * *
Del discurso de Benedicto XVI a los
peregrinos que fueron a Roma para la canonización (24-X-2005)
Os saludo ahora a vosotros, que habéis venido para
participar en la canonización de Félix de Nicosia y, en particular, a los
Frailes Menores Capuchinos y al numeroso grupo de peregrinos provenientes de
Sicilia. Queridos hermanos y hermanas, el nuevo santo no sólo representa las
características más notables y arraigadas de vuestra tierra, sino que también
enriquece, con su existencia impregnada totalmente por el Evangelio, la larga
tradición de santidad y de cultura cristiana que ha florecido desde la
antigüedad en la isla. En un mundo fuertemente tentado por la búsqueda de la
apariencia y del bienestar egoísta, san Félix recuerda a todos que la alegría
verdadera se esconde a menudo en las pequeñas cosas, y se alcanza cumpliendo el
deber diario con espíritu de servicio. Deseo de corazón que, con su ayuda y su
intercesión, hagáis vuestro el gran mensaje de fe y de espiritualidad que aún
hoy el santo de Nicosia sigue enviando a sus hermanos y a todos los fieles:
adherirse cada vez más profundamente a la voluntad de Dios, para encontrar en
ella paz verdadera, realización plena de sí mismo y alegría perfecta.
[L'Osservatore Romano, edición semanal en
lengua española, del 28-X-05]
* * * * *
SAN FÉLIX DE NICOSIA (1715-1787)
por Prudencio de Salvatierra, o.f.m.cap.
El pueblecito de Nicosia está en la región central de
la isla de Sicilia: es una de las aldeas más tranquilas y agrestes, un rincón
poético rodeado de olivos y de viñas, oreado por las lejanas brisas
mediterráneas y embellecido por las costumbres patriarcales de sus moradores.
Felipe Amoroso es uno de los zapateros de la
localidad; desde la calle se le ve encorvado sobre su trabajo, cantando o
silbando al compás de la lezna y el martillo, interrumpiendo a veces su labor
para elevar al cielo una mirada o una corta oración, charlando con sus clientes
o con su mujer, Carmela Pirro, que es tan honrada como su marido y tan locuaz y
piadosa como él.
El zapatero y su esposa son modelos de obreros
cristianos: los días de fiesta, vestidos ambos con sus mejores trapitos, van a
la misa mayor de la parroquia, se confiesan y comulgan devotamente, y pasan el
día ocupados en la oración y en el cuidado espiritual de sus hijos. Toda la
familia sabe sobrellevar la pobreza de su humilde situación con la alegría de
las almas justas que ponen su suerte en las manos de la divina Providencia.
Uno de los hijos, Santiago, el futuro fray Félix, va
dando pruebas de una virtud cada día más sólida y más bella. Sus mismos padres
se admiran de la sumisión perfecta que el muchacho demuestra en los más pesados
trabajos; sus compañeros y hermanos intentan copiar la pureza de sus costumbres
y la corrección de sus palabras; y en todo el pueblo se comienza a elogiar la
conducta del pequeño Santiago, que suele estar largo rato inmóvil y sin
pestañear ante el sagrario de la iglesia, que sabe el catecismo mejor que los
ancianos de Nicosia, y que habla de la Virgen con una elocuencia prodigiosa
ante la cual palidecen los mismos sermones del señor cura.
La infancia de Santiago transcurrió en el taller del
maestro zapatero Juan Ciavarelli, en compañía de otros jóvenes aprendices,
entre los cuales ejercitaba un suave e intenso apostolado. Les aconsejaba ser
humildes y obedientes, y les daba un ejemplo constante de esas virtudes; les
hacía rezar el santo rosario todas las tardes en el taller; les daba alientos o
les reprendía dulcemente cuando cometían alguna falta. El zapatero y sus
discípulos llegaron a querer a Santiago como a un hijo y a un hermano, lo cual
no era obstáculo para que, a veces, se mofaran de sus devociones que les
parecían inútiles o exageradas. A todas las burlas contestaba el joven con una
sonrisa de tolerancia y con una frase que se hizo familiar entre sus
compañeros: «Sea por amor de Dios»; palabras que seguramente había leído en
alguna vida de los santos franciscanos.
* * *
A los veintiún años de edad pide el hábito capuchino;
pero tiene que sufrir siete años de negativas, hasta que es admitido en el
noviciado de Mistretta el año 1743.
Los múltiples aspectos de la virtud de fray Félix,
desde el día en que vistió el sayal franciscano, se resumen en una inefable
paciencia que nuestro santo mantuvo intacta hasta el momento de su muerte, a
través de un largo y espinoso camino de contrariedades, insultos y desdenes.
Fray Félix puede ostentar el título de «mártir de la paciencia»; y no creemos
exagerar al decir que constituye, dentro del catolicismo, un ejemplo típico de
esta virtud, parecido al del patriarca Job en la antigüedad.
Es difícil encontrar un alma más probada en toda clase
de contrariedades. Sólo por un providencial designio de Dios se puede
comprender que hasta los mismos superiores, hombres de eminente virtud por otra
parte, hicieran un papel tan desagradable y molesto al someter al buen fray
Félix a un martirio continuado de humillaciones y reproches. Algunos, como el
padre Macario de Nicosia, religioso excelente y guardián del mismo convento
durante muchos años, se nos presentan como seres diabólicos empeñados en
torturar sistemáticamente a nuestro santo.
El secreto de la mansedumbre inalterable de fray Félix
estaba sin duda en su profunda humildad, en la idea que tenía de sí mismo y que
le hacía exclamar: «Yo soy un religioso verdaderamente inútil y miserable, y es
preciso que el superior me tolere en el convento por el amor de Dios». Otro de
sus dichos era éste: «Las alabanzas o los vituperios no pueden hacer ninguna
mella en mi corazón. Acepto gustoso todos los desprecios, como cosa que
conviene a mis culpas y a mi inutilidad». Y añadía con mucho donaire: «No me
llaméis fray Félix, sino fray Miseria; el padre superior me ha dicho muchas
veces que no valgo para nada».
* * *
En aquella época, en las tres provincias capuchinas de
Sicilia, las de Palermo, Siracusa y Mesina, había una multitud de santos
religiosos, notables por su espíritu netamente franciscano y por los prodigios
que de ellos se contaban. Fray Félix llegó a distinguirse entre aquellos astros
de primera magnitud, y sus dichos y ejemplos corrían por los conventos en boca
de todos.
Terminado el año del noviciado, fray Félix fue mandado
al convento de su pueblo natal, y en Nicosia vivió los cuarenta y tres años de
su vida religiosa, sin salir jamás de los contornos de la población y aldeas
vecinas.
Se propuso firmemente reproducir en sí mismo la vida
de su tocayo y modelo san Félix de Cantalicio, y veremos que lo consiguió por
manera admirable.
La vida de san Félix de Nicosia es muy parecida a la
transparencia y quietud de un lago, en cuya superficie se retratan los cielos y
en cuyas orillas crecen las flores más variadas y fragantes y cantan los
pajarillos con gorjeos cristalinos. A veces, una mano imprudente o curiosa se
atreve a lanzar una piedra sobre el reposo de las aguas, y el lago se estremece
durante algunos instantes, vibra en círculos concéntricos que le dan una nueva
hermosura y vuelve al cabo a su primera serenidad, como si jamás sus entrañas
hubieran sido removidas por una repentina conmoción.
Así es el alma de fray Félix: transparencia,
tranquilidad, hermosura y alegría. Los cielos se reflejan en el encanto de este
corazón lleno de virtudes. Hay días de turbulencia y de alteración que él mismo
se encarga de hacer más bellos por la mansedumbre con que vence todas las
dificultades. Una palabra injusta, un castigo inmerecido, un desprecio, que en
otras almas levantarían tempestades y producirían rayos y truenos, en el alma
de fray Félix hacen irradiar los graciosos movimientos de su heroísmo, para
volver rápidamente a la sagrada práctica de la santidad.
Nadie puede hacerle perder la paciencia de su vivir:
ni los superiores con sus estudiadas injusticias, ni los otros religiosos con
sus fingidos desdenes, ni los demonios con sus bravos y frecuentes ataques.
Cuando un alma como ésta vive absorta en Dios, los vendavales de la tierra no
alcanzan a turbar su vuelo majestuoso.
* * *
Las palabras de fray Félix son pocas y escogidas,
tienen un sentido y una hondura espiritual que convidan a la meditación; los
religiosos las aprenden de memoria, las escriben al margen de sus devocionarios
y las repiten en los momentos oportunos. Veamos algunas de sus máximas:
-- «El claustro es una roca fortificada, de la cual se
sube al cielo por la escala difícil de la cruz».
-- «El demonio se llena de ira cuando nosotros
castigamos nuestro cuerpo, y tiene mucho miedo a las mortificaciones».
-- «Por cierto que Dios es infinitamente bueno
conmigo; pero yo, siempre y en todo, echo a perder la obra de su gracia».
-- «Sabed que la Virgen María, de todas las ofrendas y
donativos, prefiere y desea nuestra alma y nuestra salvación».
Fray Félix no es literato ni predicador; es un hermano
lego que apenas ha saludado la gramática. Pero su vida es intensa en fervores,
sabe amar a Dios y al prójimo, sabe dejarse llevar por la obediencia como un
cordero, y sobre todo ha aprendido muy bien la ciencia maravillosa y profunda
de la cruz de Cristo.
Los bienes y comodidades de este mundo, los bajos
apetitos de los sentidos y las frívolas aspiraciones de lo que es esencialmente
pasajero y caduco no tienen cabida en este corazón lleno de anhelos eternos,
entregado totalmente a la voluntad de Dios.
Fray Félix es pobre, alegremente, evangélicamente
pobre. Nunca se ha puesto un hábito nuevo, ni sabe lo que son unas sandalias
suaves y primorosas. En su celda, que más parece rincón abandonado, hay dos papeles
pegados a la pared: uno con la imagen de Cristo Crucificado y otro con la
Virgen de los Dolores. La cama es un saco lleno de sarmientos retorcidos, y la
almohada un tronco duro y nudoso. Cuando sale de viaje por los pueblos vecinos
para pedir limosna, Dios tiene que hacer frecuentes milagros para que fray
Félix no se muera de hambre, porque en sus alforjas no lleva ni un pedazo de
pan para el camino.
Es obediente de corazón, y lo será hasta el último
momento de la vida. Cuando tiene que hablar con su superior, se pone de
rodillas, con la humildad de un serafín ante el trono del Eterno. Obedece al
padre guardián, a cualquier religioso y a los mismos criados del convento. Ha
dejado su propia voluntad definitivamente, como una carga pesada, y todos los mandatos
le encuentran ágil y pronto, lo mismo en las cosas agradables que en los más
duros quehaceres. Un día, el terrible padre Macario, para burlarse de fray
Félix o para probar su virtud, le ordena traer agua en un canasto de mimbres; y
al instante vuelve fray Félix con el canasto lleno de agua, sin dejar caer una
gota. Otra vez el superior le manda que vaya a la huerta rápidamente, por el
camino más corto, y le añade: «Más pronto irás si bajas por la ventana». Fray
Félix se tira por la ventana y baja suavemente por el aire, sin daño, como una
pluma que llevara el viento.
La pureza de este buen hermano es radiante y de
perfecta blancura. Su trabajo le cuesta; pero consigue no manchar jamás la
castidad de su corazón. «Como lirio entre las espinas», al decir de la
Escritura, así el alma de este fraile entre los cilicios y los ayunos y otras
penitencias que sólo Dios conoce. Ese lirio está ciertamente en buenas manos:
fray Félix ha confiado su guarda a la Virgen sin mancilla. Del susto que le da
la posibilidad del pecado, anda siempre vigilante sobre sí mismo, con los ojos
en el suelo, huyendo del trato de señoras devotas o caritativas, aun a trueque
de parecer descortés y poco agradecido.
* * *
Es tan desconfiado de sus propias fuerzas, que camina
siempre asido de la mano de Dios y de la Virgen, temiendo que a cada paso va a
tropezar, si sus protectores no le sostienen. Ni los mismos milagros que Dios
hace por él le dan seguridad contra sus propios defectos. «¿Cómo queréis que
haga milagros este saco de miseria y de maldades?», suele decir a las gentes
que le aclaman por taumaturgo. «Os aseguro -añade- que si yo no hubiera puesto
las manos en este asunto, el Señor lo habría hecho mucho mejor; y os repito que
yo no soy bueno sino para echar a perder las obras del Creador». Y, sin
embargo, los prodigios que hace fray Félix se admiran en todas partes. Una
noche va a la iglesia, encuentra apagada la lámpara y la enciende con uno de
sus dedos. Y como éste, se cuentan los milagros por centenares...
Fray Félix no sabe lo que es ociosidad ni pereza.
Además de su oficio de limosnero, que le ocupa la mayor parte del día en la
ciudad o en el campo, tiene ánimos para ayudar al cocinero y al hortelano,
remienda las sandalias de los religiosos, cose los hábitos, barre la iglesia y
la sacristía, siempre risueño y contento, elevado en pensamientos celestiales.
Tiene tanta costumbre de orar, que ningún trabajo le
distrae, ninguna conversación le aparta de sus meditaciones. Con la oración
consigue del cielo casi todo lo que quiere, y a veces hasta se da el placer de
burlarse de sus burladores. Un amigo y bienhechor del convento quiso darle un
día una buena limosna de aceite; pero con la condición de que había de recibir
el líquido en sus alforjas rotas y remendadas. Fray Félix comprendió la
malicia, levantó los ojos al cielo, hizo una breve oración y aceptó la limosna:
el aceite cayó en las alforjas y llegó al convento como si el recipiente
hubiera sido de sólida piel de becerro.
En toda la comarca es conocida la eficacia de las
oraciones de fray Félix. Los enfermos le llaman a su cabecera antes que al
médico; los labradores ahuyentan las plagas de sus campos con la bendición del
lego capuchino; un toro furioso que viene corriendo y bramando hacia él se
encuentra con que fray Félix se ha puesto en oración y cae a sus pies y se los
lame humildemente; un terreno pedregoso comienza a ser el más fértil de la
región después de recibir las bendiciones del siervo de Dios.
Con la Virgen Santísima, fray Félix tiene confidencias
y largas conversaciones; en ellas le cuenta todos los secretos, le pide
innumerables favores, le interesa por un pobre o por un enfermo y le ofrece
obsequios y regalos como a dueña de sus amores. Uno de los días más felices de
su vida ha sido aquel en que el padre guardián le ha encargado para siempre que
cuide y adorne a su gusto un altarcito de la Virgen que hay en el claustro.
Desde ese día, se acabaron las telarañas, el polvo y las flores de papel
descolorido. Todas las mañanas se ve a fray Félix, plumero en mano, sacudir el
altar hasta sus más íntimos rincones; después cambia las flores, y, con arte
celestial, pone cada día un ramillete lleno de gracia y de frescura.
Es incansable al hablar de la Inmaculada Concepción de
la Virgen, y en su honor ha compuesto algunas jaculatorias en verso, ingenuas
como los dichos de un niño, apasionadas como los requiebros de un amante. Las
aleluyas de fray Félix, que se han hecho populares en la comarca, hacen reír a
los doctos y a los retóricos, no son ciertamente modelos de inspiración o de
arte; pero son, sin duda, modelos de amor. Y el amor ha sido siempre la
inefable poesía de los corazones. He aquí tres ejemplos de corte parecido: «Mil
veces sea alabada / la Virgen Inmaculada». «Bendita sea la hora / en que nació
mi Señora». «Alabemos noche y día / la pureza de María».
Los niños repiten en todas partes estos pobres versos,
y la gente sencilla de los campos sabe muy bien que, con uno solo de estos
saludos, fray Félix saldrá de sí en transporte de felicidad. A veces vienen a
pedirle un remedio rápido para una enfermedad repentina, y el santo lego
escribe una de esas jaculatorias en un papelito y se lo manda al enfermo,
dándole la seguridad de pronta curación.
No se contenta con sanar dolencias del cuerpo; la
misma medicina le sirve para los males del alma. Ha llevado a muchos pecadores
empedernidos a los pies de su Reina celestial, y los ha esclavizado con las
cadenas de su amor. Y las familias mal avenidas no resisten al dulce influjo
del rosario que fray Félix les manda rezar todos los días.
* * *
El santo limosnero se va envejeciendo lentamente. Su
barba y sus cabellos, de nívea blancura, le dan un aspecto venerable y
cariñoso. Tiene más de setenta años y sale todavía con sus alforjas por las
calles de Nicosia. Debajo de la túnica, abrazando apretadamente toda la
espalda, lleva un tremendo cilicio que no se lo ha quitado desde sus años
juveniles. Ese cilicio, bajo la pesada carga de la limosna, parece tener las
puntas de fuego; algunas veces el pobre anciano cae en medio de la calle, desfallecido
y sin aliento; pero se levanta rápidamente, y no permite que alguien le ayude o
le quite las alforjas. Quiere toda la cruz para sí.
Las gentes lloran de emoción cuando ven al santo viejo
rodeado de una turba de chiquillos, rezando avemarías por las calles, cantando
los versos de la Virgen, repitiendo las preguntas y respuestas del catecismo. Y
los niños llegan a sus casas con una medallita que les dio fray Félix, y que
las madres guardan cuidadosamente como preciosa reliquia.
La fama de santidad del humilde capuchino ha
traspasado los muros de Nicosia y ha llegado a las más apartadas aldeas y
ciudades de Sicilia y aun a la capital del reino de Nápoles. El virrey y su
brillante comitiva vienen con frecuencia a ver a fray Félix para gozar de sus palabras
agudas y santas, y para pedirle que ruegue por los graves negocios de la
política.
El humildísimo lego es el consejero de todos: con sus
ojillos vivaces parece penetrar hasta lo más recóndito de las almas, adivina
miserias y dolores, resuelve problemas intrincados, profetiza éxitos o
desgracias, amenaza o consuela. Es el árbitro supremo de las familias, la paz
de los hogares y de los pueblos. Él no sabe teología; pero habla de los más
altos misterios de la divinidad con la clarividencia de un contemplativo, y sus
frases certeras llevan raudales de luz a los ánimos oscurecidos por la duda o
atormentados por la desesperación.
* * *
Fray Félix está ya maduro de días y de virtudes. Ha
llegado a la edad de su modelo san Félix de Cantalicio, y no andará muy lejos
de parecerse a él en el alma.
La contradicción no le dejará un punto, ni siquiera en
los momentos supremos de la muerte. Allí está el indescifrable misterio del
padre Macario, su tremendo y continuo azote, que no le deja sosegar, con su
genio de vinagre, con sus insultos incomprensibles y crueles, con castigos y
humillaciones. Y, sin embargo, el padre Macario es un santo, un bendito de
Dios, un cordero con dientes de tigre. Él es el primero en apreciar en todo su
valor las virtudes de fray Félix, el primero en admirarse de sus milagros y en
bendecir al Señor por haber dado a su convento una joya de tan subido precio.
La conducta de este padre guardián es una contradicción evidente, cuya secreta
razón debe buscarse en los arcanos designios de la Providencia. Sin duda que
fray Félix ha sacado más provecho de las fingidas cóleras del padre guardián
que de todas las penitencias corporales.
Para nuestro santo, el padre Macario es el
representante genuino de Dios, su brazo derecho; todo lo que él dice es la
misma verdad, todo lo que manda es la suma prudencia. A fray Félix le parecen
tan enormes sus propias culpas, que aun juzga demasiado blanda la mano durísima
del padre Macario. «¿Qué hubiera sido de mí -suele repetir- si esa mano experta
y enérgica no hubiera reprimido las demasías de mi soberbia, y no me hubiera
conducido por el espinoso camino de la cruz? Seguramente sería yo ahora un
criminal, un pecador incorregible». Y el santo anciano sube tranquilo la
pendiente de la vida, envuelto en los insultos constantes del bondadoso padre
Guardián.
En el convento nadie sospecha que fray Félix se siente
muy próximo a la muerte. Sólo Dios sabe el martirio que le cuesta levantarse de
la cama a los maitines de medianoche, los mareos y dolores de cabeza que
siente, la fiebre que le va consumiendo con lentitud. No cuenta a nadie su
malestar; ha decidido tenerlo en secreto por amor a Jesús Crucificado. Pero un
día llega el señor médico a visitar a otro religioso enfermo, y encuentra a
fray Félix en el claustro. El ojo experto del doctor se detiene sobre aquel
rostro pálido, examina aquella mirada vidriosa y ve los falsos fulgores de una
fiebre violenta. El médico se asusta y corre a decir sus temores al padre
guardián.
* * *
Fray Félix está ahora en su pobre y duro lecho, atado
por la obediencia, esperando volar cuanto antes a la eternidad. Sabe que le
quedan muy pocos días, y pide por caridad el santo viático y la extremaunción.
Uno de los padres del convento le trae al Dios de la Eucaristía; junto a él, la
comunidad viene rezando por el claustro, y una campanilla suena alegremente
anunciando al moribundo que Jesús se acerca. Fray Félix, que apenas puede
moverse, siente de súbito las fuerzas misteriosas del amor, se levanta de la
cama y recibe la visita de su Dios, postrado de hinojos en el frío pavimento de
la celda. Un resplandor de felicidad baña su semblante cuando la hostia sagrada
queda prisionera en su boca.
Ya puede morir tranquilo... Del éxtasis eucarístico al
éxtasis del cielo no hay más que un breve paso, que la muerte franqueará
suavemente. Fray Félix quiere morir, y quiere morir a las tres de la tarde del
viernes, como Jesucristo; mas eso no depende de su voluntad, sino de la del
padre guardián.
A la hora indicada, expone al superior sus deseos;
pero el padre Macario le dice que se deje de hipocresías, y le niega la
licencia para morirse. El enfermo se calla unos instantes y vuelve por segunda
y tercera vez a implorar el permiso. La negativa tenaz del padre guardián y la
resignación del moribundo hacen entonces el más inaudito de los milagros.
Fray Félix, según el dictamen del médico que está
presente, ha muerto a las tres de la tarde, cuando pidió permiso la primera
vez; el corazón ha dejado de latir, el cuerpo está frío, allí no hay más que un
cadáver. Pero el cadáver habla, se mueve, mira a los que le rodean. El alma
debe de estar suspendida entre el tiempo y la eternidad.
El padre Macario no puede por menos de convencerse, y
llorando emocionado y tembloroso, pronuncia al fin las palabras decisivas de la
bendición: «Fray Félix, en nombre de la Santísima Trinidad y de nuestro padre
san Francisco, te doy licencia para que vayas al cielo». El siervo de Dios
expresa su gratitud con una débil sonrisa e inclina la cabeza pesadamente...
Así murió fray Félix de Nicosia, según el relato de
los que asistieron a sus últimos momentos.
[Prudencio de Salvatierra, OFMCap, Beato
Félix de Nicosia, en Idem, Las grandes figuras capuchinas.
Madrid, Ed. Studium, 1957, 2.ª ed.; pp. 269-283.]
* * * * *
SAN FÉLIX DE NICOSIA (1715-1787) Humildad y
obediencia en la vida
por Fernando de Riese Pío X, o.f.m.cap.
San Félix pasó los 72 años de su vida -exceptuada su
permanencia de un año, de 1743 a 1744, en el convento de Mistretta, donde tomó
el hábito, hizo el noviciado y emitió sus votos- en su ciudad natal de Nicosia,
en el centro de Val Demone, al abrigo de una roca altísima, casi punto central
geográfico de Sicilia, coronada por las pequeñas ciudades de Gangi, Troina,
Leonforte, en la provincia de Enna.
Nicosia, a 700 metros sobre el nivel del mar, se sitúa
de forma panorámica sobre los declives de cuatro rocas -San Salvatore, Rocca
Poeta, Monte Oliveto, Colle dei Cappuccini- y deja a sus espaldas algunas
cumbres montañosas de las sierras Madonia y Nebrodi, teniendo al oriente el
volcán Etna con sus 3.263 metros de altura. Estos particulares elementos
geográficos inciden en el alma y en la historia de la población siciliana y
caracterizan, con frecuencia, a sus hombres por la rudeza y, a la vez,
afectuosidad en el trato, por la voluntad decidida y la acendrada religiosidad
popular, por la indiferencia y la cordialidad.
San Félix manifestó, en su vida, también los rasgos
típicos de esta tierra y de sus gentes, impregnándolos de sabor evangélico. A
esto le empujaba con vivacidad el recuerdo de fray Bernardo de Corleone (m.
1667), hermano capuchino, de quien se había introducido la causa de
beatificación en diciembre de 1675.
ZAPATERO DE OFICIO
Felipe Amoroso y Carmela Pirro, sus padres, quisieron
que su nuevo hijo, nacido el 5 de noviembre de 1715, recibiera en el bautismo
el nombre de un santo apóstol: Jacobo o Santiago. Creciendo al lado de sus
padres, profundamente cristianos, Jacobo fue educado en el camino del bien. Su
padre, en una pequeña casa ruinosa, incómoda, con poca luz y aire, ejercía el
oficio el de zapatero. Todos los días, encorvado sobre la mesa de trabajo, en
un minúsculo cuchitril, remendaba y cosía zapatos para mantener su numerosa
familia que vivía con estrecheces.
Jacobo, cuando tuvo edad escolar, no tomó los libros.
Comprendió que su deber era sentarse al lado de su progenitor y a ayudarle en
el trabajo para poder con más facilidad subvenir a las necesidades de la
familia. De este modo, comenzó también él a ejercitarse en el oficio de zapatero.
Felipe, cuando su hijo fue mayor, quiso que se
especializase en el oficio y lo confió a Juan Ciavarelli, persona que
sobresalía en él por su destreza y por la pequeña empresa que poseía y en la
que trabajaban un buen número de obreros. Felipe había puesto en su hijo muchas
ilusiones de cara al futuro, esperando tener en él una ayuda segura con la que
levantar el nivel de vida familiar.
Sin embargo, Felipe sentía, ante todo, la obligación
de hacer de sus propios hijos, también de Jacobo, buenos cristianos. En este
tema concedía capital importancia al buen ejemplo. Cada mañana, oración y misa
en la iglesia; a la tarde, aunque estuviera cansado, recitación del rosario en
familia; los domingos los celebraba acercándose a los sacramentos y
participando, en la iglesia de la Virgen de los Milagros a reuniones y
asambleas organizadas por los capuchinos y a las que estaba adscrito.
También la madre enseñaba cómo debe rezarse, cómo
hablar y pensar de Dios, cómo confiar en su providencia y cómo, aunque fuesen
pobres, podían hacerse obras de caridad.
Jacobo, que asistía muchas veces a la reuniones
semanales de la congregación de la «juventud capuchina», seguía allí con
atención la lectura de la palabra de Dios, entremezclada con cantos y
plegarias. Deseando pertenecer a esta congregación, rogó insistentemente, hasta
conseguirlo, ser inscrito en ella. Se vistió, así, de muy joven con el hábito
de esta congregación que se caracterizaba por llevar un pequeño capucho
franciscano. Al mismo tiempo, su fe y su vida cristiana comenzaron a
impregnarse de espiritualidad franciscana, recibida a través de la Orden
capuchina.
En los días en que trabajó con Ciavarelli y en los que
asistía cotidianamente a la santa misa, Jacobo se comportaba como lo que era ya
en el fondo, «un joven capuchino». En el lugar de trabajo había expuesta una
imagen que representaba el triunfo de la sagrada Eucaristía. Jacobo -según
depuso en el proceso de canonización un compañero suyo, Carmelo Granata, que se
lo oyó contar a Nuncio, hijo de Juan Ciavarelli-, «cuando entraba en la
zapatería, se quitaba la gorra y saludaba a todos diciendo: En toda hora y en
todo momento sea siempre alabado el Santísimo Sacramento. Después besaba la
mano de su patrón y se iba a trabajar... Se mantenía siempre con la cabeza descubierta,
porque decía que Dios estaba presente en todas partes y que era necesario vivir
siempre en su presencia con respeto, reverencia y veneración... Igualmente,
permanecía siempre durante el trabajo en silencio, sólo atento a su quehacer».
No hacía caso a las burlas o frases picantes de sus
compañeros. Y, muchos menos, a sus conversaciones frívolas o a sus expresiones
equívocas. El mismo testigo, Carmelo Granata, recordó: «A las afrentas y
contrariedades provenientes de sus compañeros de trabajo, lo más que respondía
era: "Sea por el amor de Dios"». Este estribillo llegaría a ser todo
un programa a realizar en su vida.
Autorizado por su patrón Ciavarelli, en cuanto oía al
atardecer la campana del vecino convento de capuchinos, Jacobo interrumpía de
golpe su trabajo, se arrodillaba para rezar e invitaba a los de más, aunque
continuasen en sus tareas a responder a sus oraciones, uniéndose así, en la
plegaria, a los religiosos del convento. El testigo, ya varias veces citado,
refiere las palabras con que hacía dicha invitación: «Tocan a completas.
Siervos de Dios, recitemos el rosario a la santísima Virgen».
Un día, mostró la eficacia de la oración y de la fe
ante otro trabajador que, enfurecido por haber hecho un agujero en el empeine
de un zapato a causa de un martillazo equivocado, blasfemaba. Jacobo tomó el
zapato, aplicó un poco de saliva al desperfecto y se lo restituyó en completo
buen estado. Y, luego, invitó al interesado a que dejase ya de blasfemar.
Ciavarelli, después de que Jacobo dejó de trabajar
para él, continuó señalando a todos sus empleados el lugar en que Jacobo había
desarrollado modélicamente su actividad: una mesa de zapatero, tan digna de
atención como pueda serlo una cátedra universitaria. Allí san Félix había
enseñado a rezar y a trabajar, al mismo tiempo. Esta mesa de zapatero era, en
verdad, más importante que el «trono de Carlos V» custodiado en la iglesia de
Santa María Mayor, trono en el que el Rey se había sentado en la visita que
realizó a la ciudad en el año 1535.
NEGATIVA DE LOS CAPUCHINOS
Existe una descripción de los años jóvenes de Jacobo,
que el arquitecto Antonio Monteaperto escuchó de labios de su abuela y que
repitió en el proceso de canonización desarrollado en Nicosia, fuente
documental de la que nos servimos con frecuencia: «Diariamente escuchaba la
santa misa, rezaba el santo rosario todas las tardes, observaba los ayunos de
la santa Iglesia, frecuentaba el Santísimo Sacramento con ocasión de la
devoción de las cuarenta horas».
Sin embargo, a este joven de dieciocho años, a quien
le atraía la vida de los capuchinos, le fue negada la entrada en la Orden
repetidamente. Su deseo era llegar a ser hermano capuchino no clérigo, ya que
carecía de estudios y pensaba que era capaz de afrontar las fatigas del trabajo
en la huerta conventual, el establo, la zapatería o la cuestación. Cualquier
tipo de trabajo, con tal de ser capuchino.
El superior del convento le dijo «no». Jacobo
respondió: «Sea por el amor de Dios». Y volvió a su mesa de zapatero y a su
trabajo diario, decidido a prepararse para ser digno de recibir en el futuro un
«sí». Pasado cierto tiempo, volvió a subir al convento, situado en una colina,
pero otra vez su demanda recibió nueva negativa. Se armó de valor y repitió su
«Sea por el amor de Dios», volviendo a sus tareas habituales.
Años más tarde, hizo un nuevo intento. Y, por tercera
vez, le fue dicho «no». Entretanto murieron sus padres y quedó solo en la vida.
Liberado de la responsabilidad del cuidado de sus progenitores -quizás fuese
esta razón la que motivaba la negativa de los capuchinos- Jacobo repitió su
demanda. Y por cuarta vez fue rechazado. Por algunos años más, aguardó rezando
y esperando confiadamente.
En 1743, cuando contaba Jacobo 28 años de edad, el
nuevo provincial de los capuchinos de Messina, el padre Buenaventura de Alcara,
fue a Nicosia a visitar a sus frailes. Allí fue también Jacobo, para presentar
nuevamente su petición de admisión en la Orden. Esta vez le fue contestada
afirmativamente. Era el «sí» tan querido y esperado. En los primeros días de
octubre, una vez que se despidió de sus hermanos y hermanas y arregló sus
pobres negocios, Jacobo ingresó en el noviciado capuchino, ubicado en el
convento de Mistretta. Allí vistió el hábito por el que tanto había suspirado y
comenzó a vivir la vida de oración, penitencia y trabajo de los capuchinos,
bajo la dirección espiritual de un austero maestro, el padre Miguel Ángel.
NOMBRE Y PROGRAMA DE UN SANTO
En la toma de hábito recibió el nombre de fray Félix
y, con ello probablemente, el maestro de novicios le quiso proponer como modelo
la figura de san Félix de Cantalicio, santo capuchino canonizado apenas hacía
treinta años. Siguiendo las huellas de este santo, fray Félix de Nicosia, con
voluntad férrea de siciliano auténtico, se propuso llegar a la santidad que
aquél había alcanzado.
Sorprendentes son algunas coincidencias de fechas
entre estos dos Félix: nacidos a doscientos años de distancia, los dos se
hicieron capuchinos a los 28 años, a los 29 emitieron sus votos y durante 43
años fueron limosneros, el de Cantalicio en Roma, y el de Nicosia en su pueblo
natal, muriendo también a la misma edad de 72 años, cargados de méritos.
Fray Félix, emitidos sus votos en Mistretta, retornó a
Nicosia para ejercer, dentro de la obediencia, el oficio de limosnero durante
toda la vida. En el convento, sin embargo, se prestaba a cualquier trabajo:
portero, hortelano, zapatero, enfermero. Extendía la cuestación a las aldeas
vecinas a Nicosia, como Capizzi, Cerami, Gagliano, Mistretta y «otros lugares,
a donde su superior le enviaba».
Fray Francisco Gangi, terciario capuchino de Nicosia y
sacristán del convento, que convivió con nuestro santo, depuso en el proceso de
canonización que éste permaneció siempre en Nicosia «porque, si los superiores
le hubiesen mandando a otros lugares, ciertamente según mi parecer, se habría
sublevado toda la ciudad para no perder a un religioso de tan santa vida, que
ayudaba a todos en sus necesidades, tanto espirituales como materiales... Su
fama de santidad no sólo cundía entre la gente sencilla del pueblo, sino
también entre la clase noble, personas ilustradas, eclesiásticos, que yo veía
venir diariamente a consultarle en sus dudas y necesidades».
Su oficio de limosnero lo entremezclaba con la tarea
de consejero espiritual. Ir de casa en casa significaba, para fray Félix,
embebido de Dios, ir de alma en alma: un apostolado realizado sólo a través de
su alforja, que lo colocaba junto a los hombres para ser su guía, consuelo y
maestro. El trabajo cotidiano de recoger pan y vino y otros alimentos se
transformaba en una ocasión para difundir a diario la verdad, confortar a los
débiles y aconsejar a cuantos lo necesitaban.
Una testigo octogenaria, Rosario de Piazza, viuda de
Gregorio Pecora, de Nicosia, que había conocido a fray Félix a los dieciocho
años, lo describe en su figura de limosnero: «Cuando caminaba por las calles de
la ciudad en busca de las limosnas, con ocasión de venir a casa de mis padres
para recoger la del vino o a las fincas rústicas para la de trigo, hablé con él
frecuentemente... Me exhortaba siempre al temor de Dios y a la devoción a la
santísima Virgen». Limosnero por obediencia, «ejercitaba su oficio con
humildad, andaba con la cabeza descubierta, los ojos recogidos, y las manos
cruzadas sobre el pecho. Hablaba muy poco, diciendo casi siempre lo mismo:
"Sea por el amor de Dios". En la mendicación de la limosna no era
inoportuno, más bien me recuerdo que, hallándome una vez en una era de
Malfettano, acudió a pedir algo de trigo, y... un campesino..., se negó a
dársela. Fray Félix le respondió: "Sea hecha la voluntad de Dios"...
Vestía una túnica remendada y hacía los recorridos de la limosna por el campo
siempre a pie y con los ojos bajos y muy mortificados».
En definitiva, como san Félix de Cantalicio por las
calles de Roma, así nuestro santo iba por las de su ciudad natal siciliana:
dando y recibiendo. Edificando siempre a
todos.
CON LOS NIÑOS, LOS BLASFEMOS Y LOS
POBRES
El capuchino padre Nicolás de Nicosia, en el
mencionado proceso de 1834, atestigua que fray Félix solía «instruir a los
jóvenes, tanto en el convento como por las calles, en los misterios de nuestra
santa fe, y con mayor cuidado a las personas rústicas y sin estudios, a las que
exhortaba a ayudarse mutuamente en el aprendizaje del catecismo. De este modo
cooperaba, en cuanto le era posible, en el apostolado propio de un hermano no
clérigo capuchino. Recordaba con celo a los padres la obligación que tenían de
educar a sus hijos en la doctrina cristiana y en los misterios de nuestra fe».
El arquitecto Antonio Monteaperto recuerda que fray
Félix, al pasar delante de la iglesia de su convento para ir a la ciudad, «se
arrodillaba y permanecía así durante algunos minutos, adorando al Santísimo
Sacramento, y nos decía a los jóvenes: "mirad, cuando paséis delante de
una iglesia, no debéis nunca dar la espalda"... A los pequeños les hacía
recitar el credo, y a los mayores les hablaba del nacimiento del Señor, de
nuestra redención y de algunos otros santos misterios de la religión. Se
adaptaba a todos, según la capacidad, estado o condición de cada uno; con estas
instrucciones, hacía con nosotros labor de misionero».
Un zapatero de Nicosia, Carmelo Granata, lo mira como
evangelizador al testimoniar: «Por las calles enseñaba a los niños los
rudimentos de la doctrina y, para atraerlos, les daba pan y golosinas».
Lucía Bonelli tuvo en fray Félix un maestro de la
doctrina cristiana y depuso en dialecto siciliano: «En ocasiones en que venía a
mi casa, muchas veces decía a mi madre que debía ser mi educadora en la doctrina
cristiana y, con frecuencia, él mismo me la enseñó. Y entre otras cosas aprendí
de él la siguiente cancioncilla: "Ven, ven Jesusín, que te espero. / Ven y
descansa; entra en mi corazón ingrato. / Teniendo vuestro amor y vuestro
afecto, / vivo contento y muero después feliz". También me enseñó el acto
de fe, de esperanza y caridad, de arrepentimiento y propósito de la enmienda».
Antonio Monteaperto, testigo ocular, describe el
comportamiento de fray Félix entre los blasfemos: «Cuando por las calles de la ciudad,
o en la plaza, escuchaba alguna palabra ofensiva para Dios, o alguna blasfemia,
se arrojaba por tierra, decía tres veces el Gloria Patri, después se
levantaba todo enardecido y corregía con celo al blasfemo con avisos y
exhortaciones, haciéndole ver los grandes castigos que Dios manda por nuestros
pecados: enfermedades, cosechas estériles y otros flagelos temporales, además
de castigos eternos. Sus palabras, en estas situaciones, se las dirigía a
todos».
El canónigo Luis Ferro atestiguó que fray Félix, «si
conocía a alguna persona escandalosa, se le acercaba, y le amonestaba a
corregirse... Daba sabios consejos a todo el que se los pedía, insinuando
siempre el cumplimiento de la ley de Dios, la recta moral, y la paz».
La caridad que fray Félix mostraba hacia sus
semejantes, especialmente los pobres y enfermos, fue definida en el proceso
apostólico por su superior y confesor padre Macario de Nicosia como «excesiva».
De ella afirmaba: «Ayudaba a todos, en cuanto le era posible, tanto en las
cosas temporales como en las espirituales, quitándose a sí mismo el pan y la
carne y otros alimentos para dárselos a los necesitados. Y, cuando la
obediencia no se lo permitía, sufría en su corazón. Iba de un lado para otro
pidiendo a los situados en buena condición ropas y otros útiles para vestir a
los más pobres y para subvenir a todos. Cuando no podía, tan grande era su
pena, que parecía morir». «Maravillosa era su caridad para con los enfermos,
les asistía continuamente de día y de noche, sin atender a su descanso, con tal
de no dejarlos solos. Andaba Roma con Santiago para conseguir lo que los
enfermos deseaban y les podía aliviar».
Un terciario, fray Francisco Gangi, al que asistió
nuestro santo, depuso en el proceso: «Cuando había religiosos enfermos, los
asistía con una solicitud mayor que la de una madre. Todo dispuesto a
atenderles, les socorría y les procuraba cuanto demandaban. Les preparaba con
exactitud la comida, les barría la habitación, lavaba sus platos y, cuando
reposaban, se colocaba a sus pies o se sentaba en un banco detrás de la puerta
de su habitación. Y así, apoyado en la pared, dormía él también un poco. Esta
caridad del siervo de Dios, yo mismo la he experimentado».
El canónigo Luis Ferro testifica aún más: «Previo el
permiso del superior, asistía a los enfermos que le llamaban fuese de día o de
noche. Les prestaba su socorro espiritual y corporal, exhortándoles a hacer la
voluntad de Dios y a ofrecerle su enfermedad en penitencia de los pecados. Y
les animaba a esperar en la bondad de Dios y de la Virgen María».
Un testigo ocular recuerda que fray Félix, todos los
domingos, visitaba a los encarcelados y les llevaba comida, además de su
palabra alentadora.
El hermano fray Rosario de Nicosia, testigo en el
proceso apostólico, dice: «Cuando encontraba a pobres que iban cargados de leña
o de otras cosas pesadas, les ayudaba en su tarea».
Carmelo Granata ofrece esta agradable escena: «Cuando
se dedicaba a la limosna, de miércoles a sábado, le rodeaban los chicos: quién
le tiraba del cordón, quién de la capucha, quién le empujaba de un lado, quién
de otro, para que les diese pan. El siervo de Dios no se inquietaba por estas
insolencias, ni les gritaba. Les decía con sencillez: "Sea por el amor de
Dios". Les hacía, después, arrodillarse, les imponía sus manos en la
cabeza, diciendo: "Bien, recitad primero el Ave María a la Virgen
Santísima". Después les repartía el pan y los muchachos marchaban todos
contentos».
El padre Ángel de Sperlinga y otros testigos en el
proceso refieren que en «época de nieves» fray Félix se encontró con dos chicas
pobres que le pidieron limosna. No teniendo nada que darles, «se quitó su manto
y se lo dio».
Entre sus expresiones preferidas se recuerdan las
siguientes: «Los pobres son la persona de Jesús, y deben ser respetados».
«Veamos en los pobres y en los enfermos al mismo Dios, y socorrámosles con todo
el afecto de nuestro corazón y según nuestras fuerzas». «Consolemos con dulces
palabras a los pobres enfermos y pronto recibiremos su socorro». «No cesemos de
corregir a los extraviados de manera prudente y caritativa».
EL PADRE MACARIO DE NICOSIA, CRUZ DE
FRAY FÉLIX
El arquitecto José Papa, en el proceso de 1834,
relató: «De tanto en tanto lo veía por las calles cargado con su alforja. Y una
vez escuché decir que cayó por tierra, y a los devotos que se acercaron para
ayudarle no les dejó hacerlo, indicándoles que era Dios quien le había confiado
aquella cruz, para que la llevase él solo».
Otra cruz muy diversa fue la que tuvo que soportar con
su superior el padre Macario de Nicosia que, además, fue confesor suyo durante
23 años. El padre Macario se había propuesto moldear en el bien a aquel
«asnillo del convento» y cincelar su figura convirtiéndola en hombre de
virtudes, minuciosamente tallado. Para ello, utilizó un estilo poco
comprensible y aceptable a los tiempos modernos, pero consiguió hacer de fray
Félix un «santo capuchino». El padre Macario recurría a intervenciones a veces
enérgicas e inflexibles en la vida de fray Félix, para tenerlo sujeto a la
humildad, fuente y soporte de toda auténtica santidad. Aunque el propósito era
bueno, los medios de que se servía eran inaceptables.
Le trataba con nombres y apodos humillantes como los
de fray descontento, comodón, hipócrita, embaucador de la gente, el santo de
los oropeles engañosos. Y esto lo hacía no sólo cuando estaban únicamente los
dos juntos, sino también en presencia de más hermanos o, incluso, ante
respetables señores y eclesiásticos de Nicosia.
«Me consta -refiere José Pontorno, doctor in
utroque iure- que fue el hazmerreir y desprecio afrentoso de algunos; se
le llamó "fray descontento". Sin embargo, jamás perdió la calma ni la
tranquilidad». El barón Juan Antonio María Speciale, testigo ocular, recuerda a
fray Félix con «el rostro siempre risueño y alegre, y en su conducta apacible,
sencillo y confiado».
La obediencia pronta y serena a aquel extraño
superior, por así llamarlo, obtuvo milagros.
Muchas veces, apenas había llegado de la ciudad al
convento, era llamado por el superior, que le mandaba de nuevo a la ciudad por
cualquier cosa. Así, hasta más de dos y tres veces consecutivas, y el «pobre
viejecillo iba y venía, sin enfado ni murmuración alguna, siempre imperturbable
y alegre».
A las llamadas del padre Macario, fray Félix respondía
como si tuviera alas. Fray Francisco Gangi, testigo ocular, lo describe así:
«Apenas se oía llamar por el padre Macario, "fray descontento" corría
prontamente y dejaba todo lo que traía entre manos, se arrodillaba ante él con
los ojos bajos, escuchaba lo que le mandaba, besaba el suelo y decía "sea
por el amor de Dios", y después volaba con presteza a cumplir el mandato».
Y resume: «En definitiva, el citado padre Macario lo trataba como a un pillo y
ganapán, siempre de mal talante; y el siervo de Dios, en cambio, le obedecía
alegre y festivo».
El primero en admirar esta obediencia de fray Félix
era el mismo padre Macario. De hecho, dejó un escrito, que fue presentado en el
proceso, en el cual afirmaba: «Fray Félix fue obedientísimo no sólo a los
superiores, sino a cualquiera. Y su obediencia fue prontísima, ciega y alegre
en todo y para todas las cosas. Y siempre en esta virtud no se tenía en cuenta
a sí mismo, ni siquiera a su salud, ni a su propia dignidad... ejecutando aún
lo imposible a una sencilla mirada del superior. Imperturbable en todas las
mortificaciones, aceptaba afrentas y desprecios y no daba el menor signo de
turbación. Mortificado en público y expulsado del refectorio como indigno, cosa
que yo hacía para probarlo, se marchaba risueño y con santa indiferencia, sin
cambio alguno en su rostro».
Como confesor suyo, el padre Macario recurría a fray
Félix para pedirle consejo y seguía sus lúcidas propuestas, a pesar de que fray
Félix mismo se definiese con estas palabras: «Yo soy un religioso en verdad
inútil y miserable, y necesito que el superior me soporte por amor de Dios en
el convento; llamadme no fray Félix, sino fray miseria, fray descontento, un
incapaz».
Había encontrado el secreto de someterse a todo,
incluso hasta las bufonadas, los gritos, las órdenes... imposibles. Lo reveló
cuando dijo: «Concluyamos todas nuestras acciones con estas palabras "Sea
por el amor de Dios; sea todo para la gloria de Dios"».
DEVOCIONES Y PENITENCIAS
Las devociones de fray Félix se resumen en Jesús y
María, ante cuyos nombres inclinaba su cabeza.
El jurista José Pontorno, de joven, vio con frecuencia
a fray Félix que se encontraba «tan devoto ante el sacramento de la
Eucaristía... escuchaba la santa misa... y lo adoraba con tanto fervor y
unción, que incitaba a los demás al recogimiento y a la piedad... Cuando
entraba y salía del convento, aunque fuese cargado con alguna cosa, se
arrodillaba y tocaba la tierra con su rostro, adorando a Jesús sacramentado».
Otro testigo relata que fray Félix, ante el Sacramento, «pasaba mucho tiempo
tanto de día como de noche... hasta el punto que el superior debía mandarle
algunas veces a reposar por santa obediencia». Y hay otro que todavía añade:
«En donde se hacía exposición del Santísimo, según la devoción de las cuarenta
y ocho horas, contaban siempre con la presencia de nuestro santo; y, al pasar
delante de las iglesias en que se exponía el Santísimo, hacía siempre lo mismo,
se arrodillaba y lo adoraba».
Era también devotísimo de Jesús crucificado. «Todos
los viernes se afligía y estaba triste, al contemplar y meditar la pasión y
muerte de nuestro Señor Jesucristo»; «todos los viernes de marzo ayunaba a pan
y agua, de rodillas»; y en el coro permanecía largo tiempo, con los brazos
abiertos en forma de cruz, ante el crucifijo, meditando la pasión. Algún
testigo le sorprendió «haciendo de rodillas el vía crucis en el coro», y
«cuando iba de limosna, donde sabía que había cruces y otros emblemas que
representasen la pasión de Jesucristo, hacía genuflexión, lo adoraba y recitaba
sus devociones».
Fray Francisco Gangi recuerda: «Siempre me recomendaba
que aprendiese a hacer oración mental, especialmente sobre la pasión de Jesús,
y me decía que quien medita y piensa en la pasión no sufrirá penas en el
infierno, y esto lo afirmaba con todo el fervor de su corazón llorando. Yo, en
razón de mi oficio de sacristán, frecuentemente tenía ocasión de encontrarme
con él que, con lágrimas en los ojos, me abrazaba y me invitaba a hacer oración
sobre la pasión de Cristo».
Entre las devociones marianas, fray Félix tenía
predilección por la de la Inmaculada y por la Virgen de los Dolores.
Capuchinos ancianos relatan que fray Félix «tenía a su
cuidado una capilla dedicada a la Concepción de la Virgen, situada en la mitad
del dormitorio de este convento, y mantenía siempre adornado el altar y
encendida una vela en su honor... Merced a la devoción a la Virgen Santísima
realizó algunos milagros». «En las fiestas de la Inmaculada, podía observársele
lleno de dulces afectos, que se exteriorizaban en su rostro risueño, jovial y
radiante». «Todas las novenas de María santísima ayunaba, de rodillas en el
refectorio, a pan y agua, lo mismo que los quince días anteriores a la
Asunción».
Una vez, teniendo que pasar la noche en una majada con
ocasión de haber salido a la limosna, fray Félix «asistió a la recitación del
rosario y de otras devociones que acostumbraban a hacer los pastores, observó
que algunos de éstos medio dormían y otros corrían en los rezos, para terminar
pronto. Entonces, les reprendió y les dijo que valía más rezar menos, pero con
devoción y piedad, que mucho y mal».
Amante de los dolores de María, fray Félix inculcaba a
otros esta devoción. «Llevó... sobre el pecho cerca de treinta años -escribe su
confesor, el padre Macario- una estampa de la Virgen Dolorosa».
POBRE Y HUMILDE
El padre Ángel de Sperlinga vio siempre a fray Félix
«pobrísimo, vestido con una túnica vieja y remendada. Una vez que entró en su
habitación... se encontró con que no tenía más que una cama compuesta de
sarmientos de vid, una manta negra y vieja, y sobre ella dos estampas, una de
Jesús crucificado y otra de la Virgen María, una mesita y una banqueta para
sentarse. Y nada más». Pobre con los pobres, en su celda conservaba «una saca
con los últimos instrumentos de su oficio de zapatero, para ejercitarse en
favor de los menesterosos». Un testigo seglar, Salvador de Piazza, lo vio
siempre «con una túnica rota y vieja, y con sandalias remendadas». Otro testigo
lo recuerda de limosnero: «El venerable hacía su recorrido siempre a pie.
Alguna que otra vez, mendigando por la campaña, llevaba consigo un jumento; y
para mortificar su cuerpo nunca se preocupaba de la comida».
Caminaba humilde, con los ojos bajos y su cabeza
calva, y «no se dejaba besar la mano, sino que la retiraba y daba el cordón. Y
cuando le pedían que les recomendase al Señor, se volvía de espaldas, y
mostraba desagrado».
Otro testigo añade: «Por su gran humildad se sonrojaba
y consternaba cuando la gente se le acercaba para besarle la mano. Él entonces
les alargaba la manga del hábito o el cordón».
El arquitecto Antonio Monteaperto recuerda que el
humilde hermano «solamente se entristecía cuando, por la opinión que la gente
tenía de su santidad, le hacían alabanzas y demostraciones de afecto,
pretendiendo encomendarse a sus oraciones. Él se dolía de esto y respondía:
"Más bien encomendadme vosotros a mí a Dios y a la santísima Virgen. De
Dios se puede esperar todo bien, no de los hombres miserables y pecadores como
yo"».
Fray Félix «gozó en vida de fama de santidad... Y esta
fama fue continua e ininterrumpida... y entre toda clase de personas no sólo de
Nicosia, sino también de Capizzi, Cerami y otras ciudades». «Cuando pasaba por
las calles, personas de proveniencia social diversa se agrupaban a su alrededor
para besarle la túnica, ya que no permitía que le besasen la mano... Los
enfermos lo llamaban para que les encomendase al Señor... de los pueblos
vecinos venía gente para obtener de Dios, por su intercesión, alguna gracia
especial».
El citado Antonio Monteaperto afirma: «Su fama de
santidad le provenía de su vida santa, ejemplar y penitente... Nobles,
doctores, eclesiásticos, todos le tenían en un alto concepto de religioso
santo».
LA ÚLTIMA... RETARDADA «OBEDIENCIA»
El canónigo Luis Ferro nos transmite noticias sobre la
muerte de fray Félix por habérsela oído contar a su padre, testigo ocular de la
misma. Atacado por una fiebre violenta, mientras trabajaba en el huerto
conventual y encontrándose en estado de no poder tenerse en pie, el padre
Macario, su superior, le obligó a recogerse en la cama por «santa obediencia».
Acaecía esto hacia finales de mayo de 1787. Al médico José Bonelli, que le
prescribió algunas medicinas, fray Félix le indicó que eran inútiles, porque
aquella era «su última enfermedad».
Un día, «pidió por propia voluntad que viniera su
confesor, que era el mismo padre Macario, y habiéndose confesado rogó que le
administrasen el santísimo viático y la extrema unción. Así se hizo. Fray Félix
se encontraba echado en un colchón con las manos cruzadas sobre el pecho y,
sintiendo que se acercaba el santísimo viático, se alzó del lecho y se puso de
rodillas con las manos juntas, y con lágrimas en los ojos lo recibió
devotamente. Después quedó sumergido en tiernísimo coloquio con Dios».
«El viernes 31 de mayo de 1787, fray Félix rogó al
padre Macario que le concediese la obediencia o permiso para morir, pero
éste... le dejó sin darle respuesta. Por segunda vez solicitó la obediencia, y
entonces el superior se la negó a voces... Hacia la una de la noche, por
tercera vez, fray Félix pidió la obediencia al padre Macario. Éste, llenándose
de valor y enjugándose las lágrimas, vino a la celda del siervo de Dios y le
llamó por el nombre de "fray Félix", mientras que antes siempre le
había llamado "fray descontento" o "fray miserable", y le
dijo que aquella era la hora más propicia para partir hacia la eternidad».
«Al venerable fray Félix se le llenaron los ojos de
alegría. Dio gracias a todos los religiosos por la caridad que habían tenido
con él, al soportarlo por tantos años, pidió perdón por los escándalos que les
hubiese dado y solicitó al padre superior que le asistiese a bien morir, e
invocando los nombres de Jesús y de María, expiró». Eran las dos de la
madrugada, en los comienzos del último día del mes consagrado a la Virgen.
Expuesto su cuerpo en la iglesia de los capuchinos
durante tres días, después de una funeral triunfal, fue sepultado en el
cementerio común de los religiosos, en un lugar especial, el 2 de junio. Todos
lo proclamaban «como un religioso santo, por la vida tan santa que había
llevado».
La Orden capuchina preparó en 1828 su causa de
canonización. La iglesia de Nicosia, en 1830, dio oficialmente principio al
proceso, que culminó en 1848; a lo largo del mismo prestaron declaración más de
un centenar de testigos. Pio IX, el papa de la Inmaculada, proclamó en 1862 la
heroicidad de las virtudes de este enamorado de la Virgen, en la iglesia de los
capuchinos de Roma dedicada a la Inmaculada Concepción. En esta ocasión, el
Papa señaló a fray Félix como «un seguidor de la cruz, pobre, humilde,
practicante de la verdadera piedad, ejemplo digno de ser imitado». León XIII
aprobó el año 1886 dos milagros obrados por el siervo de Dios, y, el 12 de
febrero de 1888, lo beatificó solemnemente en la basílica de San Pedro.
[Benedicto XVI, recién elegido papa, lo canonizó el 23 de octubre del año
2005.]
[Fernando de Riese Pío X, O.F.M.Cap., Beato
Félix de Nicosia. Humildad y obediencia en la vida, en AA.VV., «...
el Señor me dio hermanos...». Biografías de santos, beatos y venerables
capuchinos. Tomo II. Sevilla, Conferencia Ibérica de Capuchinos, 1997,
págs. 39-56.]