21 de julio
SAN LORENZO DE BRINDIS (1559-1619)
"Doctor Apostólico"
"Doctor Apostólico"
por Arturo M. de Carmignano di
Brenta, o.f.m.cap.
Con san
Lorenzo de Brindis, Doctor Apostólico, la Orden capuchina alcanza una de sus
cimas más altas y una de sus expresiones más completas. Robusta figura de
orador y misionero, de escritor y polemista, de superior y diplomático, de
contemplativo y místico, san Lorenzo encarna y compendia las características
más bellas y originales, y los ideales más elevados de la reforma capuchina; y
su figura se yergue precisamente al comienzo del siglo de oro de la Orden.
Los primeros años
San Lorenzo
nació en Brindis, en Apulia, el 22 de julio de 1559, hijo de Guillermo Russo e
Isabel Masella. Al día siguiente se le administró el bautismo en la catedral de
la ciudad, y se le impuso el nombre de Julio César.
Poco se
conoce de su infancia; pero es lo suficiente para que intuyamos en él un alma
sensibilísima y dócil al toque de la gracia. Fallecido su padre, fue acogido
por los menores conventuales entre los niños oblatos; dotado de una
inteligencia pronta y vivaz, frecuentó su escuela con gran provecho.
Muerta más
tarde también su madre, se trasladó, todavía adolescente, a Venecia, a casa de
un tío sacerdote, que dirigía con seriedad y competencia una escuela privada;
el tío supo comprender y alentar las profundas aspiraciones del muchacho hacia
la perfección y santidad.
En Venecia
tuvo la oportunidad de conocer y tratar a los capuchinos que vivían en un
humilde convento cerca de la pequeña iglesia de Santa María de los Ángeles, en
la isla de la Giudecca. Atraído por su vida austerísima y recogida, pidió la
gracia de ingresar en la Orden.
Joven capuchino
Vistió el
hábito religioso en Verona el 19 de febrero de 1575, recibiendo el nombre de
fray Lorenzo. Tuvo algunas dificultades debidas a su delicada salud; con todo,
superó felizmente y con intenso fervor el año de noviciado, bajo la dirección
de religiosos prudentes y santos. El 24 de marzo de 1576 emitió la profesión
religiosa.
Inmediatamente,
comenzó los estudios de lógica en Padua, y después, en Venecia, los cursos de
filosofía y teología. Su excepcional agudeza de mente y su insaciable sed de
conocimientos lo estimularon a aplicarse con empeño a desentrañar los problemas
del pensamiento humano y de la teología. Enamorado de la Sagrada Escritura, la
estudió y la meditó de tal manera que llegó a sabérsela de memoria. Él mismo
dijo confidencialmente a un religioso que, si por un imposible, la Biblia se
perdiera, él sería capaz de re-escribirla toda completamente. Y no se contentó
con el texto sagrado, sino que estudió por su cuenta las lenguas bíblicas, y
las aprendió tan perfectamente que hasta los propios rabinos, que lo trataron
más tarde, quedaron estupefactos.
No fue menor
el interés con que se dedicó a la adquisición de las virtudes religiosas. La
misma orientación bonaventuriana seguida entonces por los capuchinos en los
estudios era la más propicia para la elevación del espíritu: la unción del alma
y el fervor de la voluntad eran más importantes que la ilustración de la
inteligencia y la adquisición del saber; más que a la verdad lógica, se rendía
a la visión y a la experiencia mística.
Según
atestiguan los condiscípulos de Lorenzo, ni él mismo sabía dónde terminaba el
estudio y dónde comenzaba la oración. «Más que estudiar, parecía que oraba».
Además del tiempo establecido para la oración común, dedicaba a la
contemplación «muchas horas del día y de la noche». Después del rezo nocturno
de maitines, frecuentemente se quedaba en la iglesia hasta el alba,
especialmente los días que iba a comulgar.
Añadía a la
oración mortificaciones y penitencias. Y no le bastaban las austeridades y
rigores de la Orden, ya de por sí numerosos y severos, sino que se cargaba con
otros todavía más exigentes, incluso con riesgo de su salud.
De este
modo, con empeño y fervor excepcionales, se preparó intelectual y
espiritualmente para el sacerdocio. Juan Trevisan, patriarca de Venecia, le
confirió las sagradas órdenes el 18 de diciembre de 1582.
Predicador
La
predicación fue la actividad que más larga e intensamente ejerció san Lorenzo
durante su vida. Tenía tan alto concepto de la predicación que llegó a definirla:
«Misión grande, más que humana, angélica, mejor divina», ya que tiene por
objeto proclamar la palabra de Dios, que es «el tesoro que compendia todo
bien». Otras actividades lo tuvieron ocupado períodos más o menos largos de su
multiforme y ajetreada existencia; pero el ministerio de la palabra lo tuvo
ocupado a lo largo de toda su vida sacerdotal. Mejor dicho, lo ocupó aun antes
de ser sacerdote.
A instancias
de sus maestros, había comenzado en Brindis a predicar pequeños sermones en la
catedral de la ciudad y en otras partes. Más tarde, en 1582, todavía diácono,
predicó una cuaresma completa en la iglesia de San Juan Nuevo, en el corazón de
Venecia, a pocos pasos de la célebre plaza de San Marcos, y quienes le
escucharon aseguran que despertó «gran admiración en toda la ciudad por la
profundidad de los temas que predicaba»; y habló «con tanto celo, espíritu y
fervor, que parecía salirse fuera de sí, y, llorando él, conmovía también al
pueblo hasta las lágrimas». No sin motivo fue requerido inmediatamente para la
cuaresma próxima en la misma iglesia.
Es sabido
que en el siglo XVI, antes del concilio de Trento, la predicación dejaba mucho
que desear, tanto por el contenido como por la forma. Según los historiadores
parece que los predicadores no trataban de anunciar a Cristo y las verdades
eternas. Contra este proceder reaccionaron decididamente los capuchinos desde
sus comienzos y, ateniéndose a la letra de la Regla franciscana, volvieron al
Evangelio en la forma y en el fondo. Y quizás es éste el principal motivo que
dio a su predicación un amplio éxito en toda Italia.
La formación
intelectual y espiritual de Lorenzo coincidió con aquel período en que el
influjo y el fervor de los pioneros de la reforma capuchina se mantenían aún
vivísimos, y en el que se resumían y sistematizaban las múltiples experiencias
de la primera y segunda generación de la Orden.
Por otra
parte, Lorenzo estaba dotado para la predicación de un conjunto de cualidades
físicas e intelectuales capaces de convertirlo en un verdadero orador: robustez
física y armonía de proporciones que le prestaban una belleza digna y varonil;
gran riqueza de sentimientos y una espontánea distinción que atraían y a la vez
imponían respeto y reverencia; una mirada luminosa y profunda capaz de
traspasar y conmover a las almas; una voz que podía traducir las más delicadas
vibraciones del espíritu y, a la vez, cuando era necesario, tronaba con fuerza
y vehemencia; un gesto natural y enérgico que podía adoptar una expresión
dramática.
No menos
favorables eran sus dotes intelectuales: una memoria imborrable que le asistía
siempre y donde quiera; una agilidad y lucidez de pensamiento y de palabra que
le permitían improvisar con gran facilidad y eficacia; sólida preparación
remota y una erudición tan amplia que suscitaban la admiración de cuantos le
escuchaban. Su santidad manifiesta añadía a todo esto el acento de una profunda
persuasión y una unción singular. Predicaba «con tanto amor de Dios que parecía
derretirse; con tanto ardor contra el pecado que conmovía hasta las fibras más
íntimas del corazón». Y con frecuencia las palabras iban acompañadas de
lágrimas. Un testigo nos dice refiriéndose a un sermón predicado a los
religiosos: «A todos nos hizo llorar, y él mismo lloraba a lágrima viva».
Se preparaba
con prolongadas oraciones y penitencias. Cada sermón iba precedido de «tres
horas seguidas de oración, con llantos y suspiros, de modo que empapaba hasta
tres pañuelos». Meditaba en el evangelio de la fiesta o del día que tenía que
predicar. «Nunca estudiaba otro libro que la Sagrada Escritura, arrodillado
siempre ante una imagen de la Virgen bienaventurada, con lágrimas, sollozos y
suspiros...; y a medida que Dios le inspiraba, mientras estaba de rodillas,
escribía las ideas que luego predicaba, sin estudiar otro libro. Y levantándose
de la oración, hacía una profundísima adoración a la bienaventurada Virgen. Y
su comida de cuaresma se reducía a hierbas cocidas, y ensalada con algún rábano
y, a veces, un poco de pescado». Este es el testimonio de uno que vivió cerca
de él durante muchos años. Hoy tenemos la suerte de poder leer las
«anotaciones» que el santo escribía durante su oración, y constituyen la parte
más notable de sus escritos. Son reflexiones riquísimas y muy atinadas sobre
los evangelios de cuaresma, del adviento, de los domingos, de las fiestas de
los santos y de la Virgen.
Después de
todo lo dicho, no nos maravilla que las gentes corriesen en masa a escucharle y
que las iglesias fuesen insuficientes para tanta multitud. Las conversiones,
clamorosas a veces, se multiplicaban a su paso.
Además de
dirigirse a los cristianos, Lorenzo tenía un interés especial en dedicarse a
los hebreos; y éste fue un aspecto característico de su actividad apostólica.
Sabemos que, especialmente al comienzo de la segunda mitad del siglo XVI, esta
forma de apostolado era muy recomendada y hasta urgida por los sumos pontífices
y por las disposiciones sinodales; pero no era muy practicada por falta de
personas preparadas. San Lorenzo, en cambio, estaba perfectamente equipado gracias
a su profundo conocimiento de la Biblia, de las lenguas escriturísticas y de
los escritos talmúdicos y rabínicos. A esto se dedicó por propia iniciativa
desde joven en Venecia y dondequiera que se le presentaba ocasión. Más tarde,
de 1592 a 1594, por encargo de la autoridad pontificia, predicó a los judíos de
la misma ciudad de Roma. Pero lo más importante es que demostró siempre gran
paciencia y caridad, aun cuando la actitud de sus oyentes no fuese siempre,
como es natural, la más propicia para captar la benevolencia del predicador.
Tampoco entre los judíos faltaron las conversiones.
Primeros cargos
Fue la
predicación lo que más contribuyó a que Lorenzo fuera conocido más allá de las
fronteras de la región veneciana.
Después de
haber ejercido el oficio de "lector" durante un trienio (1583-1586),
y de desempeñar durante otros tres años (1586-1589) los cargos de guardián y de
maestro de novicios, el año 1589 fue llamado a predicar la cuaresma en la
ciudad de Consenza, en Calabria. Después el general de la Orden, padre Jerónimo
de Pilizzi, no le permitió volver a su provincia porque quería tenerlo como
colaborador.
Por aquellos
años se debatía una sorda lucha entre el general de la Orden y el cardenal
protector Julio Antonio Santori, porque este último pretendía inmiscuirse en el
gobierno de los religiosos, provocando inquietudes y desórdenes. En la lucha se
vio envuelto también Lorenzo, a quien el padre general encargó un cometido que
exigía rapidez y decisión, y que Lorenzo llevó a cabo del mejor modo posible,
ganándose cada vez más la confianza y la estima del superior.
Y quizás por
este motivo fue elegido, al final del mismo año, vicario provincial de Toscana,
en contra de la voluntad del cardenal protector.
Había
comenzado ya el camino de los «honores» y, bien que a su pesar, tuvo que
recorrerlo hasta el fin. De 1594 a 1597 fue provincial de Venecia, y en 1598
fue elegido provincial de Suiza. Además, el año 1596 fue nombrado definidor
general.
Misionero
En 1593, por
las constantes peticiones del archiduque Fernando de Austria y su mujer Ana
Catalina de Gonzaga, se había fundado un convento de capuchinos en Innsbruck,
capital del Tirol. Era el primer paso de la Orden hacia el centro de Europa,
hacia el corazón del Sacro Romano Imperio. Tres años después, en 1596, fue
Lorenzo, a la sazón provincial de Venecia, quien dio el segundo paso, aceptando
una nueva fundación en Salzburgo por invitación del príncipe arzobispo Wolfgang
Teodorico von Raitenau.
Las dos
casas religiosas dependían de la provincia de Venecia, y era presumible que
otras nuevas fundaciones surgirían en breve. Por eso era oportuno prepararse
para una cadena de conventos que, a través del valle del Adigio, uniese el
Véneto con el Trentino y el Tirol. Fue precisamente Lorenzo quien inició esa
cadena. Ya existía un convento en Rovereto; él aceptó otro en Trento en 1597, y
quizás se interesó también por otras fundaciones.
Los países
del centro de Europa entraron definitivamente dentro del radio de acción de la
Orden en 1599, cuando san Lorenzo recibió el encargo de conducir allá a un
grupo de doce misioneros.
Desde hacía
algunos años llegaban de aquellos países peticiones cada vez más insistentes de
misioneros capuchinos. La más reciente era la del arzobispo de Praga Zbynek
Berka von Duba. Angustiado por las desoladoras condiciones religiosas de su
diócesis y de sus fieles, acosados por el recrudecimiento de la herejía, y
completamente abandonados por un clero negligente y escandaloso, el prelado no
veía otra salvación que la vida ejemplar y el celo apostólico de los
capuchinos.
Hay que
reconocer que las condiciones político-religiosas de Bohemia y, en general, del
Imperio, bajo el acoso de los herejes, eran cada vez más preocupantes; sobre
todo por la debilidad y el descuido del emperador Rodolfo II y por la
ineficacia de sus ministros. No menos deplorables eran las condiciones
intelectuales y morales del clero tanto diocesano como regular. Existía el
serio peligro de que el catolicismo fuera definitivamente arrollado y
desapareciese del todo en aquellos países.
La presión
de los herejes se sentía de modo particular en Praga, sede de Rodolfo II y
capital del Imperio. Por fortuna estaban allí los jesuitas, quienes con su
colegio, el Clementinum, constituían desde 1556 un vigoroso baluarte; pero eran
insuficientes para tantas necesidades. Así se explica que el pensamiento del
arzobispo Zbynek se volviese con esperanza hacia los capuchinos, quienes al
final del siglo XVI eran, junto con los jesuitas, los misioneros más
prestigiosos y renombrados de Europa, y los más fieles portaestandartes de la
ofensiva católica contra la invasión de la herejía.
Pero el
envío de religiosos a lugares tan lejanos y diferentes planteaba problemas
nuevos y muy graves; y los superiores estaban indecisos. Una orden de Clemente
VII despejó las dudas. Así en el capítulo general de 1599 Lorenzo, que había
sido reelegido definidor, fue encargado de guiar al otro lado de los Alpes a un
puñado de hermanos elegidos de varias provincias.
A principios
de julio partió a pie y, atravesando el Tirol, llegó a Viena el día 28 de
agosto. Aquí, a causa de las penurias padecidas en el camino, cayó enfermo con
casi todos sus compañeros; y como en el país se propagaba la peste, se sospechó
que también ellos estaban contagiados; y se vieron abandonados y rechazados por
todos, en un estado de suma indigencia. Pero habría hecho falta mucho más para
acobardar a quien llegaba con la esperanza de padecer el martirio por amor a
Cristo. Sanaron por fin, y, a principios de noviembre, emprendieron el camino
hacia Praga, recibidos en todas partes con injurias, insultos, improperios y
pedradas. No les preocupó el recibimiento; ya se lo esperaban de una gente en
gran parte herética y acaloradamente anticatólica, y que se sentía más audaz y
descarada por la ausencia del emperador y de casi todas las autoridades. Estas
se habían refugiado en Pilsen, aterrorizadas por el espectro de la peste, que
en los meses anteriores se había acrecentado y que todavía no acababa de
extinguirse.
Uno de los
pocos que acogió humanitariamente a los capuchinos fue el arzobispo, que los
alojó provisionalmente en un hospital diocesano con iglesia. Aquí, sin perder
tiempo y sin dejarse intimidar ni por los hombres, ni por el contagio, ni por
el frío «que fue rigurosísimo aquel año», Lorenzo, ayudado por sus hermanos,
comenzó una intensa actividad y, especialmente con su predicación, empezó
pronto a atraerse un número siempre creciente de personas. Entraba también en
las casas de los católicos donde sabía que podía encontrar algunos herejes, y,
en diálogo abierto y familiar, dilucidaba la verdad y disipaba las dudas,
facilitando el retorno a la fe católica.
En
contrapartida, se agudizaba la hostilidad de los adversarios. Cuando salían de
casa, los frailes tenían que encomendar su alma a Dios. «Cada día -cuenta uno
de ellos-, cuando se iba afuera, se volvía a casa con muchas pedradas y muchas
veces con las cabezas rotas. También a su persona (la de Lorenzo) descalabraron
los herejes y tiraron por tierra». Todavía no era el martirio, pero faltaba
poco. Lo peor vino más tarde, cuando los herejes lograron infundir en la mente
del emperador graves sospechas contra los religiosos, que estuvieron a punto de
ser expulsados de Bohemia. Pero, gracias a Dios, al final se arregló todo, y
los capuchinos pudieron construir su convento cerca del palacio imperial,
desarrollando con renovado celo su misión pastoral.
Lorenzo
fundó al año siguiente (1600) un segundo convento en Viena y otro en Graz, en
la Stiria: tres conventos que, andando el tiempo, serían el centro de tres
provincias religiosas.
Alba Real
Contribuyó
mucho a acrecentar el prestigio del santo y a suscitar nuevas simpatías hacia
los capuchinos la intervención de san Lorenzo en la victoria del ejército
imperial contra los turcos en Hungría en octubre de 1601.
Ya desde
1593 el emperador se encontraba en guerra con la Medialuna. La lucha proseguía
con diversa fortuna, dirigida por jefes mediocres y cobardes. El archiduque
Matías, hermano de Rodolfo II, se destacaba entre todos por su ineptitud,
impericia militar y falta de prestigio. Y era precisamente el archiduque quien
estaba en 1601 al mando del ejército imperial.
Por suerte,
a mediados de septiembre, una partida de soldados consiguió apoderarse de Alba
Real, antigua sede de los reyes húngaros, y ciudad que se encontraba en el
centro de aquella región. Tal pérdida dolió a los turcos como un hierro
ardiente en carne viva y mandaron contra el lugar todas las tropas disponibles.
Así, a principios de octubre, frente a los imperiales, que podrían sumar de 16
a 18.000 hombres, se presentaron no menos de 60.000 turcos, armados hasta los
dientes.
El choque,
que pudo ser un desastre para los imperiales, se convirtió en un éxito. El
mérito principal no fue ciertamente de los jefes militares, irresolutos e
incapaces como siempre; sino que, a juicio de los entendidos, el triunfo debe
atribuirse en buena parte a san Lorenzo. Desde que llegó al campamento, aunque
al principio fue acogido con silbidos y escarnios por una parte de la
soldadesca, no cesó de inflamar con ardorosos discursos a las tropas cristianas
desmoralizadas; llegado el momento, acompañaba a los combatientes en los
mayores peligros; algunas veces iba intrépidamente por delante, con el
crucifijo en la mano, bendiciéndolos e invocando los nombres de Jesús y María.
Parecía invulnerable, incluso cuando estaba cercado por una nube de saetas y
proyectiles enemigos; ni los golpes de las cimitarras podían con él. Por todas
partes le arropaba una fuerza invisible. El consejero imperial de guerra, Jerónimo
Dentico, experto en asuntos militares, escribe en una relación oficial al
nuncio pontificio: «Estaba aquel buen padre con ánimo intrepidísimo y
firmísimo, como lo haría el mejor soldado y el más curtido del mundo». Y añadía
que la victoria tenía algo de milagroso, y que todo había que atribuirlo a las
oraciones de los buenos «y a las de este buen padre siervo de Dios que está con
nosotros, como ya lo dice todo este ejército, incluidos los herejes más
principales».
En cuanto a
los herejes, algunos de ellos quedaron tan impresionados de cuanto sucedió en
torno a Lorenzo que se convirtieron al catolicismo. Dejando de lado otros
testimonios, bastará decir que el mismo santo, más tarde, reconoció que
«verdaderamente Dios nuestro Señor había obrado cosas tan maravillosas que se
podían parangonar con las maravillas que se cuentan en la Escritura».
El general santo
Algunos
meses después de estos sucesos, Lorenzo, vuelto a Italia, fue elegido general
de la Orden (24 de mayo de 1602). Con esta elección los religiosos le daban una
gran prueba de estima, pero le cargaban con un pesado cometido: visitar todas
las provincias, especialmente las transalpinas, que desde hacía mucho tiempo
esperaban la visita de un padre general. Solamente otro superior, Jerónimo de Sorbo,
había logrado hacer algo parecido; pero en un tiempo en que la Orden tenía una
extensión más reducida, y valiéndose, con las debidas licencias, de una
cabalgadura.
Ahora, en
1602, los capuchinos estaban repartidos en treinta provincias con casi nueve mil
religiosos, diseminados por gran parte de la Europa católica. Lorenzo debía
visitarlos a todos, en un solo trienio, viajando siempre a pie. Era una empresa
ardua incluso para él, aunque sólo tuviera cuarenta y tres años.
Terminados
los trabajos capitulares, sin pérdida de tiempo, se puso en camino. Recorrió el
norte de Italia, visitó Suiza, pasó por el Franco Condado y Lorena y, en la
segunda mitad de septiembre se encontraba ya en los Países Bajos, en Bruselas y
Amberes. Después, sin desanimarse por los malos caminos, los hielos invernales
y la nieve, continuó su marcha, visitando las amplísimas provincias de Francia:
París, Lyon, Marsella y Toulouse. En la primavera de 1603, se encontraba entre
los capuchinos de España, dispersos en un extenso territorio, que iba desde
Rosellón a Valencia, de Cataluña a Aragón; y el día 20 de junio celebraba
capítulo provincial en Barcelona.
En menos de
un año había terminado la parte más difícil y pesada del cargo que se le había
confiado: la visita de las provincias transalpinas.
Vuelto a
Italia, se detuvo brevemente en Génova; después, en septiembre, llegaba a
Sicilia, de donde subió a la Península, continuando sus visitas. Las únicas
provincias que no llegó a visitar personalmente fueron las de Bolonia, Milán y
Venecia. Después de todo esto, a comienzos de 1605, todavía tuvo tiempo para
bajar a Nápoles a predicar diariamente la cuaresma en la iglesia del Espíritu
Santo; y no se contentó con un solo sermón al día, sino que quiso predicar
también por la tarde, sobre el Ave María, para difundir más la devoción a la
Virgen.
Su recorrido
fue verdaderamente gigantesco, de miles y miles de kilómetros, siempre a pie,
en verano y en invierno, bajo el golpeteo de la lluvia o el azote del sol,
atravesando ríos y cenagales, montes y llanuras, nieves y hielos, sin un
momento de reposo. Un compañero de viaje afirma: «Anduvo siempre a pie; ni
siquiera quería pasar a caballo los ríos, donde una vez casi nos ahogamos
todos; y él siempre alegre». A veces recorría en un solo día más de veinticinco
y treinta millas. Sólo un obstáculo era capaz de detenerlo: la enfermedad que,
a veces, lo redujo a punto de muerte. Pero aun entonces, en cuanto podía
ponerse en pie, reemprendía audazmente el viaje.
Por penosas
que fuesen las caminatas, continuaba observando rigurosamente las severas
costumbres de la Orden, los prolongados ayunos y las rigurosas abstinencias. A
veces llegaba agotado a los conventos, en un estado que daba pena. Y ni aun
entonces aceptaba distinciones ni tratos de favor. En la mesa no quería más que
la comida común; como lecho, el jergón de paja, y por la noche se levantaba a
maitines. Un compañero suyo nos cuenta: «Yo que sentía tanto cansancio y que me
parecía imposible ir a maitines después de tanto viaje, me levantaba para ver qué
haría el padre general, e infaliblemente lo encontraba en el coro para maitines
y la oración».
Es natural
que semejantes ejemplos suscitasen la admiración y el asombro de los religiosos
y de sus propios compañeros de viaje. Era también admirable su trato con todos
los hermanos, su cariño y solicitud incluso para el último fraile del convento;
su humildad que lo llevaba a lavar los cacharros de la cocina. Dedicaba un
afecto especial a los enfermos y se enternecía ante sus sufrimientos, «y hacía
todo lo posible para ayudar y consolar a las personas dolientes».
Pero a él,
general de la Orden, no podía bastarle el ejemplo. El cargo que desempeñaba lo
impulsaba a ser el custodio del espíritu de san Francisco. Las Ordenaciones que
dejó en varios lugares nos demuestran cuán vivo llevaba ese espíritu en el
corazón. Era constante, enérgico, insistente su llamada a la observancia de la
Regla y Constituciones, a las austeridades tradicionales de la Orden,
especialmente a la pobreza más rigurosa. Y contra quien faltaba demasiado
fácilmente sabía mostrarse hombre enérgico, especialmente si se trataba de
superiores. «Tenía tacto con grandes y pequeños, abrazando y favoreciendo a los
hermanos fervorosos y que juzgaba útiles en la Orden, y reprendiendo con
energía a quienes no consideraba tales, aunque se tratase de padres de
importancia». Sus exhortaciones eran conmovedoras. «En sus pláticas parecía que
el corazón se le salía del pecho». Todo esto, unido a los prestigios que se
sucedían a su paso, explicaba suficientemente que fuese llamado por todos el general
santo.
Polemista
Al terminar
su generalato (27 de mayo de 1605) no permaneció san Lorenzo mucho tiempo
inactivo. En Praga había dejado una huella profunda, y muchos deseaban su
regreso. Recurrieron al papa Pablo V, quien a principios de 1606 le ordenó
encaminarse hacia el norte.
Pasando por
el Tirol, llegó a Munich, donde conoció personalmente a Maximiliano el Grande,
duque de Baviera y cabeza de los católicos alemanes. Fue el primer encuentro de
dos grandes espíritus, llamados a comprenderse, a estimarse recíprocamente y a
cooperar activamente en favor de la Iglesia católica en el Imperio.
A su llegada
a Praga, Lorenzo fue acogido con calurosas manifestaciones de simpatía y se
consagró celosamente a la predicación. No se trataba de una actividad de poca
monta. La iglesia y el convento de capuchinos se encontraban junto a la
residencia del emperador y se habían convertido en lugar de encuentro para
diplomáticos y embajadores, ministros y cortesanos, quienes, después de las
funciones religiosas, se detenían con discreción para tratar sus asuntos sin
llamar la atención. En la iglesia de capuchinos tenían su propio puesto el
nuncio apostólico, los ministros católicos y los embajadores. Por eso predicar
desde aquel púlpito equivalía a predicar a los principales personajes de la
política imperial y a los representantes de los príncipes católicos de Europa;
y las palabras que allí se pronunciaban podían tener una enorme resonancia,
como se puede comprobar hoy examinando los despachos que aquellos años llegaban
desde Praga a las cancillerías de Venecia, Florencia, Roma, Madrid, etc. Ahora
bien, si había un hombre que por la competencia teológica, la valentía oratoria
y la creciente fama de santidad podía subir dignamente a aquel púlpito, éste
era sin duda Lorenzo de Brindis. Y una voz como la suya, en aquellos momentos,
era ciertamente providencial. No eran tiempos fáciles para el catolicismo.
Aprovechándose de la debilidad del emperador y del apoyo más o menos
descubierto de los ministros y otros personajes, los herejes ejercían
crecientes presiones en detrimento de los católicos. Pero Lorenzo, que tenía
sus informadores, lograba estar al tanto de cualquier maquinación, y no tenía
empacho en denunciar desde el púlpito todo tipo de concesiones y compromisos.
A él se debe
en gran parte el mérito de que en diciembre de 1607 se publicase el bando
imperial contra la ciudad de Donauwörth que, desde hacía tiempo, conculcaba los
derechos de los católicos. El duque de Baviera fue el encargado de ejecutarlo y
procedió con mucha decisión y rapidez. «Todos supieron que no se habría hecho
nada de no estar en Praga fray Lorenzo, quien, con gran bochorno de los
ministros del emperador, les echó en cara repetidas veces desde el púlpito el
poco celo que tenían de la religión católica».
No menos
vigorosa fue su intervención en julio del mismo año durante la visita que hizo
al emperador el duque de Sajonia Cristián II.
Entre las
cuatrocientas personas de su séquito se encontraba el predicador áulico,
Policarpo Laiser, uno de los más conocidos teólogos y de los más afamados
representantes de la reforma luterana. Según las prescripciones entonces en
vigor, en Praga y en toda Bohemia, no se admitían más que dos confesiones religiosas:
la católica y la husita. No obstante, Laiser quiso predicar dos veces desde las
ventanas del palacio en que se hospedaba. Las dos prédicas, convenientemente
anunciadas de antemano a bombo y platillo, metieron ruido porque trataban de la
salvación sin necesidad de buenas obras y de la justificación: dos temas
particularmente gratos para los luteranos. Se trataba de un descarado desafío a
los católicos. «Me sentí abrasado de tanto celo que no supe contenerme»,
escribe Lorenzo. Contraatacó a su manera con fuerza y vehemencia. «Llevó al
púlpito la Biblia en tres lenguas (hebreo, caldeo y griego), y al final del
sermón dijo: Quiero que sepáis qué clase de gran hombre es ese charlatán que ha
tenido la osadía de predicar contra nuestra religión católica... Coged estos
libros...; veréis que ni siquiera sabrá leerlos». Y con gesto enérgico los
lanzó en medio del auditorio. La impresión fue enorme; el secretario imperial,
Juan Barvizio, recogió los volúmenes para llevárselos a Laiser. Pero éste no
aceptó el reto y, «más mudo que un pez», se batió en retirada. Más tarde, en
Dresde, para remediar el descalabro sufrido, dio a la imprenta los dos
sermones, precedidos de un prólogo y seguidos de un epílogo, en
los que atacaba personalmente al capuchino y a un padre jesuita.
Lorenzo tomó
rápidamente la pluma y escribió un esbozo de respuesta, que llamó Apologeticum.
Pero poco a poco el trabajo fue engrosando hasta convertirse en una refutación
universal, viva y palpitante, aunque sintética, de todo el luteranismo y sus
errores: la Lutheranismi hypotyposis. Trabajó activamente, y para
finales de 1608 la obra estaba ya ultimada en sus líneas generales. Por
desgracia nunca pudo darle la última mano ni llegó a imprimirla por
contratiempos que luego veremos y por la muerte de Laiser; no quería dar la
impresión de «combatir contra los muertos ni pelear contra sombras».
La
elaboración de su importante y genial obra, que lo tuvo ocupado varios meses,
no le impidió ejercer el ministerio de la predicación que por su calidad se hacía
cada vez más importante. Y a la predicación añadía la obra de persuasión
mediante entrevistas personales y coloquios frecuentes, que sostenía con los
principales personajes de la corte y de la política. Además hay que contar el
nombramiento de comisario o superior de sus religiosos, en la primavera de
1608. Tenía el encargo de separar de la misión los conventos de Stiria,
erigiéndolos en comisariato independiente: el comisariato de Graz.
Las
denuncias y críticas de Lorenzo no bastaban para mover la oxidada y casi
paralizada máquina del gobierno imperial. A la indolencia de Rodolfo II se
contraponía el dinamismo creciente de los calvinistas que, dirigidos por el
elector palatino Federico IV, se habían coaligado secretamente en la Unión
evangélica. La situación se tornó más grave todavía cuando en abril de
1608, el archiduque Matías se levantó contra su hermano Rodolfo II, obligándole
a cederle las provincias de Austria y Moravia y la corona real de Hungría. Los
protestantes aprovecharon la ocasión para sacar la mayor tajada posible, y
arrancaron al archiduque concesiones cada vez más perjudiciales para la Iglesia
católica. Peor todavía: muerto sin herederos el príncipe Juan Guillermo von
Mark, quedaban vacantes los ducados de Jülich, Cleves y Berg. Emplazados entre
Francia, Países Bajos y Alemania meridional, estos territorios se encontraban
en una posición estratégica y delicada. Enrique IV, rey de Francia, estaba
dispuesto a todo con tal de que no cayeran en manos de los Habsburgo; por eso
daba todo su apoyo a los calvinistas.
Ante tan
grave situación, el duque de Baviera decidió no esperar la catástrofe cruzado
de manos. Mientras trabajaba secretamente organizando una Liga de príncipes
católicos para contrarrestar la Unión evangélica, pensó enviar a España y a
Roma un embajador que solicitara el apoyo financiero y militar de Felipe III y
Pablo V. El embajador fue Lorenzo de Brindis, con quien el duque, ya de tiempo
atrás, mantenía una asidua y confidencial correspondencia. El duque sabía, por
experiencia personal, que el capuchino estaba «informadísimo» de los asuntos de
Alemania, que conocía hasta los «últimos entresijos», y por lo tanto estaba
capacitado para informar adecuadamente al rey de España. Además, su gran
prestigio y su fuerza de persuasión le abrirían muchas puertas en Madrid. Y el
nuncio de Praga estaba de acuerdo con Maximiliano.
Lorenzo fue
llamado a Munich. Después de haberse entendido perfectamente con el duque y con
las debidas licencias, partió para Génova y se embarcó rumbo a España. Llegó a
Madrid el día 10 de septiembre.
Bien pronto,
como lo había previsto el duque, Lorenzo se ganó la benevolencia de todos,
especialmente del rey y de la reina, a quienes podía visitar libremente cuando
quería; otras veces eran los reyes mismos quienes lo llamaban. Así, superadas
todas las dificultades, consiguió cuanto pedía: 300.000 ducados anuales para la
Liga católica y el compromiso por parte del rey de pertenecer a la misma.
Consiguió además algo que no habían logrado todavía sus hermanos de hábito: la
fundación de un convento de capuchinos en Madrid.
Partió para
Roma. Llegó a principios de febrero de 1610. Aquí se encontró con los enviados
de los príncipes alemanes, y junto con ellos consiguió del papa una promesa
firme de ayudar a la Liga. Similares propósitos obtuvo a continuación en
Florencia, Módena y Parma. A finales de mayo estaba de regreso en Alemania,
donde tuvo que trabajar durante otros dos meses como embajador volante entre
Munich y Praga para solucionar algunas graves dificultades que habían surgido
entre tanto; sólo a mediados de agosto se pudo decir que la Liga católica
estaba consolidada. Maximiliano y los príncipes católicos podían estar seguros
de haber plantado un firme puntal contra la superchería de los herejes y el
progresivo deterioro del catolicismo en el Imperio. En cuanto a la intervención
de Lorenzo, confesó el duque de Baviera que «toda Alemania y la cristiandad
entera debían agradecer al padre Brindis, porque gracias a él se había formado
la Liga católica de la que había derivado tanto provecho».
En los tres
años siguientes, a requerimiento de Maximiliano y por mandato de Pablo V, san
Lorenzo tuvo que permanecer en Munich y desempeñar ante el duque, aun sin
ostentar el título oficial, el cargo de representante de la Santa Sede o nuncio
papal. Su amistad con Maximiliano fue cada vez más íntima y se convirtió en una
verdadera paternidad espiritual. No había asunto grande o pequeño, privado o
público, religioso o político que el duque no lo tratara confidencialmente con
él. El convento de capuchinos se alzaba sobre un baluarte de los muros de la
ciudad y, mediante un pasadizo subterráneo, comunicaba con el palacio ducal.
Por él pasaba Maximiliano cuando iba a consultar a san Lorenzo o a asistir,
cada vez con más frecuencia, junto con su esposa, a la misa que celebraba el
santo en un oratorio privado: una misa que duraba horas.
La presencia
de Lorenzo en Munich, en una época en la que Baviera adquiría cada vez más
importancia y se convertía en el eje de la defensa católica en el Imperio,
resultó providencial, especialmente en ciertas cuestiones graves, y proporcionó
notables beneficios tanto a la Santa Sede como al mismo duque.
Maximiliano
habría querido tener más tiempo a su amigo a su lado; pero Lorenzo, en la
primavera de 1613, regresó a Italia para tomar parte en el capítulo general y,
por varias razones, no volvió a cruzar los Alpes. Los países septentrionales
por su clima frío e inclemente no sentaban bien a su ya avanzada edad, aquejada
de indisposiciones cada vez más graves, con frecuentes e implacables ataques de
gota que le afectaban a pies y manos, que le hacían gritar de dolor.
Nuevos encargos y nuevas cruces
En el
capítulo general de 1613 fue elegido definidor por tercera vez y enviado a
visitar la provincia de Génova.
Esta
provincia comprendía también la Liguria y el Piamonte, es decir, cobijaba
religiosos de índole muy diferente que pertenecían a dos estados distintos.
Esto explica que en el interior de los conventos hubiera cierta desazón,
aumentada por el hecho de que los capuchinos piamonteses, o mejor, algunos de
los más exaltados, estaban decididos a erigirse en provincia autónoma; para
conseguirlo habían recurrido a su soberano Carlos Emanuel I de Saboya. Este
estuvo muy decidido a apoyar la iniciativa e hizo saber a los superiores que en
su Estado no quería saber nada de «extranjeros», es decir, frailes ligures.
Pero el
capítulo general de 1613 no había permitido la desmembración y por toda
respuesta envió a san Lorenzo como visitador. Después de recorrer la provincia,
dándose cuenta del problema, convocó capítulo provincial en Pavía para el 13 de
septiembre. Los religiosos, que en su mayoría estaban por la paz y la
concordia, y que habían podido admirar el equilibrio y la virtud del visitador,
pensaron que era él el más capaz para gobernarlos en aquellas difíciles
circunstancias. Y contra su expresa voluntad, lo nombraron superior a viva voz
y casi por unanimidad. A sus protestas respondieron entonando el Te Deum.
Quien no
cantó el Te Deum fue el duque de Saboya. Indignado por la fallida
erección de la provincia, prohibió al nuevo superior pisar su territorio y
cerró la entrada a los religiosos ligures. De hecho, durante todo el trienio,
Lorenzo no pudo dirigirse allá. Esta contrariedad, y otras que le ocasionaron
los «independentistas», fue la cruz más pesada que tuvo que llevar durante
estos años. Los habitantes de la Rivera trataron de resarcirle de esta pena;
siempre y en todas partes lo acogían con manifestaciones de veneración; acudían
en masa a escuchar su palabra, especialmente cuando predicó la cuaresma en la
catedral de Génova. Por lo demás, no es de extrañar que la gente se apiñase en
torno a un hombre a cuyo paso las gracias y portentos florecían
prodigiosamente.
El santo franciscano
Al terminar
su provincialato en la Liguria, en agosto de 1616, regresó Lorenzo a su
provincia de Venecia y pudo por fin gozar de un intervalo de tranquilidad y de
paz.
Después de
haberse detenido algún tiempo en Verona, se retiró a Bassano, al pie del
gigantesco macizo de Grappa, donde se enfrascó enteramente en las cosas de
Dios. Pero para conocer mejor su vida en este tiempo feliz y para comprender el
secreto de toda su existencia y de su actividad, es oportuno recoger, aunque
sea de pasada, alguna de las características fundamentales de su espiritualidad
y santidad.
Ante todo,
no hay duda de que san Lorenzo fue un santo enteramente franciscano. Crecido
desde joven entre los capuchinos, asimiló íntegramente la espiritualidad
cristocéntrica y templó su espíritu en el clima de fervor suscitado en el
Véneto por los iniciadores de la nueva reforma franciscana.
Enamorado de
la pobreza como Francisco de Asís, la practicó sin componendas; cuando fue
superior, se preocupó de su más estricta observancia, aceptando y haciendo
aceptar todos los sacrificios y renuncias que comporta. Esto no le impidió
mostrarse caritativo con sus hermanos. Durante su provincialato en Venecia
(1594-1597) le llamaban «el consuelo de todos los religiosos». Y tampoco fue óbice
para estar siempre alegre. «En todos sus rigores y asperezas -asegura uno de
sus compañeros- se manifestaba siempre alegre»; «pero era una alegría que
arrastraba a la devoción, viendo con qué sencillez, sinceridad y pureza
trataba».
Con el mismo
empeño practicaba la pobreza interior que consiste en la humildad. Nunca
hablaba de sí mismo; había que tirarle de la lengua para que soltase prenda. En
cuanto a su ciencia sagrada, «si no era provocado y más que provocado, no decía
ni una palabra que diese a entender que sabía algo». Sufría profundamente al
verse aclamado por las gentes, tenido por santo, promovido a los más altos
cargos de la Orden. De haber dependido de su voluntad, habría vivido
completamente feliz en la obediencia. Fray Juan de Monteforte, que le asistió
en la última etapa de su vida, asegura que, aun siendo definidor general, «se
me sometía y quería hacer mi voluntad y no la suya, y lo hacía con tal humildad
que causaba asombro».
Pero la nota
que caracteriza mejor su espiritualidad y su personalidad es su riqueza de
sentimiento y su capacidad de amor que parecen no tener límites.
Todavía
adolescente, en Venecia, en casa de su tío sacerdote, su contemplación iba
acompañada de impresionantes fenómenos místicos y de incontenibles efusiones de
afecto y de lágrimas. Más tarde, entre los capuchinos, especialmente en su edad
madura, cuando se ponía en oración, daba la sensación de estar arrebatado por
una fuerza irresistible: la cara se le encendía poco a poco, respiraba con
dificultad como sacudido por una violencia misteriosa; de pronto, los suspiros
y gemidos se convertían en una respiración de fuego e, incapaz de contenerse,
prorrumpía en auténticos gritos de júbilo o de dolor, de amor y de ternura, de
tal manera que «parecía que le estallaba el corazón en pedazos; y los gritos no
eran escuchados solamente por los frailes, sino también por los seglares».
Había
especialmente dos realidades sobre las que volcaba el torrente de su amor y que
manifestaban su espiritualidad eminentemente cristocéntrica: la santa misa y la
madre de Dios.
En cuanto a
la misa, puede decirse que san Lorenzo constituye un fenómeno único en la
historia de la hagiografía. Después de su ordenación sacerdotal y,
especialmente a partir de los cuarenta años, fue sucesivamente prolongando el
tiempo de la celebración hasta una, dos y tres horas. Obtenido más tarde un
permiso de Pablo V, la prolongaba cada vez más, hasta ocho, diez y más de doce
horas. También cuando la gota lo torturaba hasta el punto de impedirle apoyar
los pies en el suelo -y después de 1613 esto le sucedía con frecuencia-, se
hacía llevar en volandas al altar, donde parecía recobrar las fuerzas, y allí
permanecía dos, tres, cuatro horas. Durante todo este tiempo se abandonaba a
fervores incontenibles, prorrumpiendo en exclamaciones y ardientes
invocaciones, de modo que parecía sacudido en todo su ser, y se le oía desde
muy lejos aun celebrando en lugares cerrados. Recurriendo a las palabras de
quien lo conoció, parecía «que el aire abrasaba a su alrededor». También: «Parecía
que se quemaba todo y, suspirando, lanzaba como llamas que hacían arder el
corazón de los que estaban presentes». Frecuentemente caía en manifestaciones
ingenuas y conmovedoras: «¡Oh, oh, Jesús, María!», exclamaba; y aplaudía y,
«como ebrio del amor divino, prorrumpía a veces en palabras como si hablase con
Jesucristo o con su santísima Madre». Y no hablemos de la abundancia de sus
lágrimas, que era tal que empapaba cuatro, seis y más pañuelos; bañaba también
los ornamentos, el corporal y los manteles del altar. Y después de la misa se
entretenía durante algunas horas en ardiente acción de gracias.
No menos
profundo y ardoroso era el amor que profesaba a la madre de Dios. Celebraba
casi siempre la misa de la Virgen y a ella atribuía todos los dones y gracias.
Hablaba de Ella como un serafín y se llenaba de gozo con sólo pensar en Ella.
Durante los viajes, «cantaba loas a la Virgen y en particular la de Petrarca Vergine
bella, o el Stabat Mater, o las letanías lauretanas, con tanto
sentimiento que muchas veces andaba como fuera de sí». Hemos visto cómo en
Nápoles, en 1605, además del sermón cuaresmal de la mañana, predicó otro por la
tarde para ganar nuevos devotos de la Virgen. Es superfluo recordar las
mortificaciones y demás obsequios que le ofrecía, especialmente los sábados y
la víspera de sus festividades. Cuando se le presentaba la ocasión de visitar
algún santuario no dejaba de aprovecharla. Sentía particular devoción por el
santuario de Loreto, en el que pasó una cuaresma completa el año 1602, antes de
ser elegido general de la Orden, y al que retornó en 1605, al término del
pesado cargo. También las bendiciones prodigiosas que impartía a todos,
especialmente a los enfermos, las daba siempre en el nombre de la Virgen; y en
su honor escribió una de sus obras más hermosas: el Mariale, donde no
hay dogma, privilegio o tema mariano que no toque, aclare o defienda. Y lo hace
con su estilo peculiar: con claridad y equilibrio, con apasionado amor y
entusiasmo poético.
Mediador de paz
San Lorenzo
tuvo que interrumpir su tranquilo retiro de Bassano por mandato del papa, que
lo enviaba a Milán como mediador de paz.
No era la
primera vez que debía asumir el papel de pacificador. En noviembre de 1614,
para ahorrar a los ciudadanos sufrimientos inútiles, se había ofrecido para
acordar la rendición de los piamonteses fortificados en Oneglia, asediados por
los españoles. Dos años más tarde, por deseos del legado pontificio Alejandro
Ludovisi (el futuro Papa Gregorio XV) intervino ante Candia Lomellina para
buscar un acuerdo entre españoles y piamonteses, aunque el intento falló a
causa de los últimos.
Ahora, a
principios de 1618, recibía la orden de dirigirse a Milán para convencer al
gobernador español don Pedro de Toledo, para que aceptase la paz con Carlos
Emanuel I, restituyéndole la plaza fuerte de Vercelli. No fue tarea fácil
persuadir al astuto y caprichoso gobernador; pero al fin, con su prestigio, su
tacto y su santidad, consiguió lo que otros muchos habían intentado en vano.
Mucho más dramáticas
fueron las circunstancias en las que se vio envuelto durante el otoño del mismo
año, al intentar restablecer la serenidad y la paz en el reino de Nápoles.
Después de
ser reelegido definidor en el capítulo general (Roma, 1 de junio de 1618), bajó
a Nápoles desde donde pensaba dirigirse a Brindis, su ciudad natal, para
visitar un monasterio de clarisas que el duque de Baviera había mandado
edificar sobre su casa paterna.
A la sazón
era virrey de Nápoles don Pedro Téllez de Girón, duque de Osuna, hombre de
grandes cualidades, pero también de grandísimos defectos: impulsivo,
libidinoso, bravucón, desmedidamente ambicioso y de una prepotencia y
desenfreno sin límites. Con su comportamiento caprichoso e independiente era
causa, desde hacía tiempo, de preocupaciones e inquietudes para varios estados
de Italia, especialmente para Venecia, que el duque odiaba de corazón. En
Nápoles, en donde era virrey desde 1616, para dominar más fácilmente a los
súbditos y obrar a su gusto, no había encontrado nada mejor que incitar a una
parte de la población contra la otra. Amenazas y abusos, arbitrariedades e
injusticias estaban a la orden del día. No había casas, ni lugares sagrados, ni
siquiera monasterios de monjas que se vieran libres de las lujuriosas hazañas
del virrey y de sus soldados. De ahí las exasperaciones, represalias y
venganzas cada vez más sangrientas.
Cuando se
presentó san Lorenzo, la tensión rayaba en la desesperación. Para librarse de
Osuna, los ciudadanos más responsables se dirigieron en secreto al santo, cuya
virtud conocían, y también sus dotes de diplomático y la amistad que lo unía a
Felipe III; y lo convencieron para que fuera a la corte de España a presentar
sus quejas y conseguir la destitución del virrey antes de que fuera demasiado
tarde. El santo no supo negarse y, provisto de la debida autorización, partió
de incógnito del puertecillo de Torre del Greco, en una noche de tormenta,
eludiendo la estrecha vigilancia del de Osuna. Durante el viaje logró evitar no
pocos peligros y toda una red de trampas que le tendió el virrey; y aunque tuvo
que detenerse en Génova algunos meses, a finales de mayo de 1619, pudo alcanzar
al soberano en Lisboa, adonde se había dirigido el monarca para asistir a la
coronación de su hijo Felipe IV como rey de Portugal. En repetidos encuentros
le informó de todo; pero cayó enfermo a mediados de junio, cuando ya los
asuntos tomaban un cariz favorable. No obstante la asistencia que le prestaron
los médicos del rey, consumido por las fatigas y sufrimientos, murió el 22 de
julio de 1619, a los sesenta años justos de edad, después de haber recibido,
con conmovedora devoción y en presencia de numerosos personajes, los últimos
sacramentos.
Fue grande
la condolencia del rey, de la corte y de cuantos lo habían conocido. Don Pedro
de Toledo, que se encontraba entre el séquito del soberano, se apresuró en
hacer embalsamar el cadáver y trasladarlo a Villafranca del Bierzo (León),
capital de su marquesado, donde fue sepultado en la iglesia del monasterio de las
franciscanas descalzas, fundado por su hija, sor María de la Trinidad. También
los objetos de su uso personal fueron saqueados por la gran veneración que le
profesaban, especialmente los pañuelos empapados en lágrimas durante la misa.
En particular su corazón fue embalsamado y repartido entre quienes le habían
profesado más afecto. Lo veneraban como santo.
Santo y doctor de la Iglesia
Muchísimos
fueron los milagros y las gracias que se atribuyeron a Lorenzo durante su vida.
Pero no menos numerosos fueron los atribuidos después de la muerte; y si
aquéllos le habían valido el apelativo de «padre santo», éstos impulsaron al
general de la Orden, Clemente de Noto, a introducir el proceso de canonización
cuatro años después de su muerte. Desgraciadamente, cuando el proceso estaba ya
ultimado, se publicaron los conocidos decretos de Urbano VIII que prohibían la
introducción de las causas hasta que pasaran cincuenta años a partir del
fallecimiento. También la causa de Lorenzo quedó congelada y, por diversas razones,
no fue reemprendida hasta un siglo más tarde. Fue beatificado el 23 de mayo de
1783 por Pío VI. Sucesivamente otros impedimentos, y en particular las
repetidas supresiones de entidades religiosas, retrasaron también mucho la
canonización, que por fin tuvo lugar el 8 de diciembre de 1881 por obra de León
XIII, gran admirador suyo.
Pero los
contemporáneos de Lorenzo no sólo admiraron su santidad sino también su ciencia
sagrada. En los procesos de canonización, numerosísimos testigos elogiaron su
profundidad y su riqueza. La destacaron los biógrafos y no faltaron artistas
que plasmaron al santo en el momento de escribir sus voluminosas obras bajo la
inspiración del cielo. Más tarde, quien, por deber de oficio, se acercaba a sus
escritos, quedaba admirado y declaraba que Lorenzo era digno de ser contado
entre los doctores de la Iglesia. No se trataba de una exageración, como lo
demostró la publicación de su Opera omnia, llevada a cabo entre 1928 y
1956; y como lo demostró sobre todo la proclamación del santo brindisino como
Doctor de la Iglesia (19 de marzo de 1959).
El documento
pontificio, con el que Juan XXIII le confirió el título de Doctor Apostólico,
define sus escritos como «verdaderos tesoros de sabiduría» y muestra la
admiración de que un hombre, tan consagrado a la predicación y a otras tareas
apostólicas, haya podido encontrar tiempo para escribir obras que abarcan toda
la gama de la ciencia sagrada. Se trata de quince gruesos volúmenes. Y no
encierran todo lo que brotó de su pluma. Algunos escritos han desaparecido sin
dejar rastro; de otros quedan acá y allá algunos retazos.
Las obras
del santo pueden dividirse en cuatro clases:
1. Obras de
predicación: son las más numerosas. Contienen sermones de cuaresma, de
adviento, homilías dominicales; el Santoral, con una nutrida serie de
panegíricos para las fiestas y el común de varios santos. El Marial con
una colección riquísima de sermones sobre la Salve, el Magníficat,
el Ave María y festividades de la Virgen.
2. Obras
escriturísticas: la Explanatio in Genesim con la exposición de los once
primeros capítulos del Génesis; De numeris amorosis que es un opúsculo
sobre el significado místico y cabalístico del nombre hebreo de Dios.
3. Una obra
de controversia religiosa: Lutheranismi hypotyposis, compuesta entre
1607 y 1609.
4. Escritos
de carácter personal y autobiográfico: el opúsculo De rebus Austriae et
Bohemiae, redactado por orden de los superiores, narra las peripecias que
vivió en tierras alemanas entre 1599 y 1612. Y un grupo de cartas.
Se ha
hablado mucho sobre el valor de cada una de estas obras, y no es fácil formular
una valoración exhaustiva. Lo cierto es que las obras principales son el Mariale,
la Explanatio in Genesim y la Lutheranismi hypotyposis.
Ya nos hemos
referido al Mariale al hablar de la devoción del santo a la Virgen, de
la que es un elocuente documento. Pero es, a la vez, una verdadera mariología,
rica, sólida, completa, escrita en estilo oratorio. En ella se encuentran
afirmadas con claridad, e iluminadas magistralmente, incluso verdades que en
tiempo de Lorenzo no estaban todavía definidas -como la Inmaculada, la
Asunción, la mediación universal de María-. Bien puede decirse que el santo
brindisino, con esta obra, merece figurar entre los más grandes mariólogos que
hubo hasta su tiempo.
La Explanatio
in Genesim nos revela en el santo al escriturista. La diligencia y
meticulosidad con que indaga y determina el sentido literal de la Escritura, el
conocimiento que demuestra de los Santos Padres y el dominio de las lenguas
bíblicas manifiestan sus notables dotes de exegeta. Y la seriedad del método
empleado puede servir de ejemplo aun después de casi cuatro siglos.
La Lutheranismi
hypotyposis, escrita contra Laiser, puede considerarse como su obra
principal y más orgánica. San Lorenzo se manifiesta en ella como uno de los
polemistas más destacados del período postridentino. Se trata de una completa
refutación del luteranismo, considerado desde tres puntos de vista: el
histórico, es decir, en la realidad viva o hipotiposis del fundador, Lutero;
desde el punto de vista doctrinal: en los errores y tergiversación de la verdad
cristiana por parte de la Iglesia luterana; desde el punto de vista práctico:
en la realidad permanente de sus secuaces, de los que Laiser es prototipo. El
aspecto más insólito y genial de la obra estriba en que compendia las ventajas
ofrecidas por los polemistas anteriores, es decir, las ventajas de la
controversia histórico-personal, y a la vez las de la controversia doctrinal;
ofrece una visión sintética y universal de los errores luteranos y proporciona
los argumentos esenciales para refutarlos; es un compendio de la apologética
culta y de la divulgación popular.
En cuanto a
las obras destinadas a la predicación, aun dejando de lado otras
consideraciones, no se puede menos que poner de relieve el uso magistral que el
santo hace en ellas de la sagrada Escritura; profundiza tanto en el texto que
la Escritura parece ser el alma, la vida, la sustancia misma de sus sermones.
Leyéndolo, se siente uno frente a un hombre que piensa con la Biblia, discurre
con la Biblia, se expresa con el lenguaje mismo de la Biblia, se emborracha de
Biblia como una alondra se emborracha de cielo y de sol. Esto imprime a sus
discursos un aliento extraordinario y un sabor profundamente sagrado; y al mismo
tiempo corrobora todo cuanto los compañeros de Lorenzo afirman unánimemente en
los procesos: que sabía de memoria la Biblia.
Y no hay que
olvidar otro aspecto especial. Ninguna de sus obras, salvo la Lutheranismi
hypotyposis, estaba destinada a la imprenta. Esto nos hace admirar todavía
más el vigor y la profundidad de pensamiento que encontramos en sus páginas, la
solidez teológica que lo distingue, la claridad y elegancia de su expresión.
Después de
todo lo que llevamos dicho sobre la vida y actividad de san Lorenzo de Brindis,
encaja perfectamente el juicio sintético y expresivo que encontramos en el
decreto con que la Sagrada Congregación de Ritos reconocía su doctorabilidad el
28 de noviembre de 1958: «Con su actividad tan eficaz y amplia, armoniosa y
oportunamente unida a una doctrina singular, refulgió como luz espléndida en
medio de la Iglesia, iluminó admirablemente el tesoro de la fe, dispersó las
tinieblas de los errores, aclaró las cosas oscuras, disipó las dudas, abrió los
arcanos de la Escritura, así que con razón puede ser proclamado "Doctor
Apostólico"».
Nota bibliográfica:
Dado que la
bibliografía sobre la vida y actividades del santo es muy abundante, consúltese
la siguiente obra que nos presenta un elenco general: Felice da Mareto, Bibliographia
Laurentiana opera complectens an. 1611-1961 edita de sancto Laurentio a
Brindisi doctore apostolico, Roma 1962.
Arturo M. de Carmignano di Brenta,
O.F.M.Cap., San Lorenzo de Brindis. «Doctor Apostólico», en AA.VV., «...
el Señor me dio hermanos...». Biografías de santos, beatos y venerables
capuchinos. Tomo I. Sevilla, Conferencia Ibérica de Capuchinos, 1993, págs.
133-161.
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